El chamaco invencible

No es que deje uno atrás al niño que era, es solamente que aprende a esconderlo. Algunos recordamos el momento específico en que, según nosotros, dejamos de ser niños. Una ocasión terrible, en ciertos casos, que da lugar a poemas, canciones, novelas y otros desgarramientos entrañables. Liricismos aparte, sin embargo, la verdad es que al día siguiente del siniestro, y a saber todavía por cuántos años, uno seguiría siendo el mismo chamaquito, aun poniendo esa cara de adulto improvisado que ni al jodido espejo convencía.

A los dieciséis años, solamente mi abuela osaba festejarme el día del niño. Por mi parte, creía haber sellado mi temprana adultez en un billar cercano al colegio donde cursaba el primero de prepa. Íbamos a escondidas, naturalmente, y cada carambola solíamos celebrarla con un elogio idéntico: “¡Cómo eres pinche vago!”. Puesto en otras palabras: qué poco te pareces al niño que tus padres piensan que conocen. Los cándidos, así, ya no éramos nosotros, sino ellos. ¿Qué más prueba queríamos de nuestra condición de labregones?

Unos meses más tarde, llegué a un nuevo colegio arrastrando los pies. Mi padre había ido a dar a la cárcel, mi madre no paraba de sufrir y torear abogados y para colmo “el niño” había reprobado primero de prepa. Si antes había creído que tenía la vida asegurada, de pronto me veía a la deriva en un mundo de adultos que era tan espantoso como inalcanzable. Y por si aún no asumía el papel de escuincle, mis compañeros eran un año más jóvenes, y como yo llevaban uniforme.

Recuerdo cada día de aquel curso en dos planos opuestos: el colegio feliz, donde gozaba a tope de ser irresponsable y desmadroso, y la casa tristísima (que cualquier día nos iban a quitar) donde mi madre acopiaba amargura y mis mejores chistes se bastaban a medias para consolarla. Era una doble vida, pero el hecho es que en ambas yo seguía siendo niño, me parece que por defensa propia.

Para cuando llegó el final de abril, ya cerca del final del primer curso, nada había cambiado, si exceptuamos el hecho de que me enamoré de la única manera por entonces posible. Es decir, como un niño. Y fue así que miré, perfectamente atónito, a los alumnos de tercero de prepa llevando en hombros a la directora… para echarla a la alberca en calidad de bulto. Supe entonces que cada 29 de abril se celebraba el cumpleaños de aquella mujer sobria y elegante a quien todos llamábamos Miss Alpha. Tendría unos sesenta años y era tan respetable como temible, si es que se pasaba uno de la raya. Pero aquella mañana chapoteaba en la alberca, envuelta en un vestido que muy probablemente le habría salido en más de diez de nuestras colegiaturas. A ella, como a nosotros, cada Día del Niño le duraba dos días.

No me di cuenta entonces de cuánto hacía mi madre por proteger mi estatus infantil durante el año que pasamos solos, mientras ella seguía marchitándose por sacar del infierno a mi papá. Advertí, sin embargo, la paz que le inspiraba haber puesto al cuidado de Miss Alpha al vaguito de su hijo, en quien las dos veían una perfecta cara de niño. Ya en tercero de prepa, cuando al fin me tocó integrar la comitiva de alumnos mayores que lanzarían a Miss Alpha a la alberca, gocé del privilegio de cargarla entre todos y terminar jugando caballazos con ella, nada menos que a los diecinueve años. Puesto que si Miss Alpha, aun en su madurez, firmaba con nosotros un pacto de candor, ¿quién iba a creerme yo para romperlo?

Nadie nos arrebata del todo la niñez. Yo con ella trabajo, por ejemplo, y a no ser por sus huellas indelebles no sé de qué demonios escribiría. Permítaseme ahora terminar estas líneas con una victoriosa trompetilla, de parte del chamaco que nunca conseguí dejar de ser.

¡Prrrt! 

Este artículo fue publicado en Milenio el 29 de abril de 2023, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

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