Tal vez sea una deformación profesional, pero tengo presente aquella época con pelos y señales. “¡Quiero el mundo y lo quiero ahora!”, me gustaba alardear, entre otras cosas porque ya había notado que ciertas frases hechas dejaban en los otros una impresión temeraria de mí. ¿Pero quién que tuviera dieciocho años no pagaba tributo al narcisismo, por vanidad o por defensa propia? Tenías que negar de cualquier forma esa cara de moco que acusaba ternura y novatez, y para ello hacía falta echar mano de arrojo y chulería, antes que ser tachado de polluelo por los representantes de todo lo caduco. Es decir, tus mayores.
Nadie me dijo entonces, aunque ni falta hizo, que estaba yo en edad de meter patas, y cuantas más metiera resultaría mejor. Salían muy baratos los errores y rara vez tenían consecuencias, amén de disculparse con la sola coartada de la bisoñez. ¿Para qué quería el mundo, tan temprano? Para echarlo a perder, seguramente, pero al fin lo poseía a mi manera. Todo era tan sencillo como fumarte un libro de teoría política y darte a pendejear a tus papás cual si ellos fueran los adolescentes. La respuesta a los problemas del mundo se miraba tan clara como sus causas, y trazaba uno líneas de pensamiento con la facilidad que sus dedos se aventuraban a cruzar los confines ignotos del mapa mundi.
“La juventud”, decían los antiguos, “es una enfermedad que se cura con los años”. Todavía hoy, la frase me parece una monstruosidad. ¿Pues no es más claro aún que la decrepitud se cura con la muerte? No por fuerza es la edad lo que define a tal o cual persona, aunque sin duda todas tienen sus límites. Esperar de un mancebo el criterio formado de un treintón no es menos insensato que anhelar un embarazo en la tercera edad.
Recuerdo, ciertamente, que ya a los dieciocho años tenía compañeros formales y precoces que emulaban en todo a sus modelos, e incluso se dejaban la barba y el bigote para disimular al menos el acné. Les faltaba, no obstante, un ingrediente básico para evitarse la fama de mocos: experiencia. Quiero decir que no tenían ninguna, y si acaso lograban impresionarme era por esa misma novatez que para su sofoco nos emparentaba. Cambiaba uno de gusto y opinión con la facilidad que abría un nuevo libro y la vehemencia propia de un converso. Y ni cómo quejarse, si amén de divertidas y absorbentes esas mudanzas raudas eran prueba sobrada de su audacia. Llevaban, asimismo, el sello de una auténtica pureza de intenciones.
Afortunadamente, para bien de este mundo, nadie entonces osó ponérmelo en las manos. Petulante como era, daba entonces por hecho que nada de lo bueno podía precederme. Sentíame llamado a reinventar –alumno aventajado del padre Adán– todo aquello que hallaba errado o incompleto. Solía escribir armado de una insolencia tan sólo superada por la extensión oceánica de mi ignorancia, pero ya hemos quedado en que tenía edad para experimentar y en cada falla había una lección.
Hay quienes se envanecen de nunca haber fallado, acaso sin pensar en el pavor que inspira tamaña anomalía. Nada engaña y corrompe como el éxito fácil y temprano, amén de presagiar tropiezos tan amargos como inevitables. Hoy que el conocimiento y la experiencia padecen los desdenes de una moda suicida y troglodita, no sorprende que varios legisladores pretendan la locura de encontrar congresistas y ministros entre gente que busca su primer empleo o es todavía carne de pupitre. Una idea no menos descabellada que inventarse una liga de rugby para nonagenarios.
Los dieciocho años son muy buena edad para encontrar trabajo de office boy, a riesgo de perder un documento y ganarse la calle de un patín en la cola. Es tiempo de hacer méritos, no de recibir premios, cuantimenos gratuitos y ridículos, de manos de unos fósiles irreflexivos que tampoco se ubican en su edad.
Este artículo fue publicado en Milenio el 15 de abril de 2023, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
Foto: