A Marisol Schulz, cómplice, valedora y apóstol.
Terminaba el penúltimo mes de 1995 cuando aterrizó en México Salman Rushdie. Estaban por cumplirse los siete años de la condena a muerte decretada por Ruhollah Jomeini y el hombre vivía preso de sus protectores. ¿Cómo podría entonces presentarse ante el público de la Feria del Libro de Guadalajara, donde quizá sería blanco fácil para tantos verdugos en potencia, seguramente ansiosos de canjear su vida por la del autor de Los versos satánicos?
Hará unos cuatro meses que tuve la fortuna de escuchar esta historia de labios de uno de sus protagonistas. Eran, como cada año, días de libros, y estábamos en casa de Raúl Padilla, que ofrecía esa noche una cena para veintitantas personas, entre escribientes y profesionales de la gestión cultural. Era una mesa larga la que nos congregaba y nos había tocado en un extremo, de modo que hacía falta pelar oreja para captar entera la narración de Raúl, cuyo tono de voz era ya lo bastante mesurado para hacerse con el silencio general.
Fue varios meses antes de la novena edición de la FIL que su creador y director recibió la visita de Scotland Yard, cuyos enviados obedecían de mala gana la orden de viajar a jugarse el pellejo en tierras jaliscienses, nada más que en el nombre de la literatura. Rushdie, naturalmente, no iba a llegar al Hilton, ni estaría su nombre en el programa. Su presencia sería sorpresiva, además de fugaz y rigurosamente impredecible, toda vez que era él, más que sus eventuales asesinos, quien debía tomar las precauciones propias de un terrorista. ¿Dónde diablos cabría hospedar a un perpetuo objetivo militar de la República Islámica de Irán?
Por lo pronto, las casas citadinas ofrecían la enorme desventaja de haber sido construidas pared con pared, lo cual hacía imposible cumplir la condición expresa de Scotland Yard, consistente en hallar un predio aislado y solitario donde ningún intruso pudiera aproximarse sin ser visto. Luego de darle vueltas al entuerto, fue un amigo cercano de Padilla quien ofreció dejar unos días su casa –a medio campo, en las afueras de la ciudad– para mejor cuidar del invitado. Todo ello, ya se entiende, en medio de un sigilo sepulcral, mismo que los agentes de Scotland Yard jamás encontrarían suficiente.
No bien arribó Rushdie a Guadalajara, sus anfitriones las pasarían negras para figurarse por qué la caravana –encabezada por los agentes de seguridad británicos– tomaba intempestivamente un camino que estaba lejos de llevar hacia el destino previamente acordado. ¿Qué hacían, de repente, Rushdie y su comitiva –diríase que armada hasta los dientes– no solamente a media capital, sino a las puertas mismas del domicilio de Raúl Padilla? Hubo un cambio de planes, le explicaron. De manera que no sería Rushdie, sino Padilla mismo y su familia, los que se mudarían a la casa de campo del amigo. ¿Quién iba a imaginar que el hombre más buscado por los escurridizos matones del ayatola pasaría sus noches tapatías en el hogar del director de la FIL? ¿Y no era ello motivo suficiente para temerse que la famosa fatwa alcanzara de paso a quienes hospedaron al autor condenado, de llegar a saberse dónde durmió?
Recuerdo que escuchamos el relato como si fuese una historia de espías. Y lo era, en realidad, sólo que en este caso varios de sus atónitos protagonistas ejercían como gestores culturales. Gente cuyo trabajo a menudo consiste en hacer milagros, como sería el caso de la Feria del Libro de Guadalajara: aquel oasis multitudinario donde cada año ocurre lo impensable en un país donde, según se dice, escasea la lectura (cosa que dudo mucho, como autor habituado a visitar la feria más querida del planeta).
Esa noche salimos de casa de Raúl lejos de imaginar que ya no lo veríamos, animados por esa historia de espías que he contado en su ausencia, a su salud y en honor a un oficio no menos milagroso que discreto. Gracias, Raúl Padilla. Gracias, FIL.
Este artículo fue publicado en Milenio el 8 de abril de 2023, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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