Ser rockero a destiempo —peor aún, metalero obsoleto— se parece a un castigo de los dioses. Si en otras profesiones la plenitud se alcanza pasados los cuarenta, quien se inclinó temprano por el ruido infernal entiende que el futuro nada bueno promete a tamañas alturas, y muy probablemente lo torture cuando llegue la hora de cobrarle el privilegio de haber volado gratis. Aunque algunos –los más, seguramente– hayan volado bajo desde siempre.
La novela se llama La Armada Invencible, la firma Antonio Ortuño y trata justamente sobre los años póstumos y ridículos de una banda de rock ultrapesado y el hormigueo estéril de la resurreción. Sólo que no se trata de estrellas olvidadas, sino de lo que sigue a lo que sigue a lo que sigue: la banda tapatía que veinte años atrás hallara más obstáculos que estímulos de camino hacia un éxito que nunca estuvo cerca, ni a la vista. Una historia grotesca y a su modo gloriosa, salpicada de risa involuntaria que no obstante, para los metaleros más empáticos, tendría que equivaler a un masaje prostático jamás solicitado.
La juventud tiende a ser generosa. No así la madurez, que ya mueve sus fichas en el tablero con el recelo propio de un tahúr en apuros. Nunca será lo mismo intentar hacer música con quienes por edad y novatez son tus iguales, a hacerlo en compañía de otros rucos huraños y amargados a quienes ya conoces maña por maña, y pese a ello sus vidas de señores en nada se asemejan a la tuya. Es el caso del Yulian, el antiguo bajista –legendario, se dice en estos casos, aunque no haya leyenda que lo compruebe– del grupo sintomáticamente bautizado como La Armada Invencible: sus viejos compañeros le son ya muy lejanos, extraños o antipáticos para osar figurarse un reencuentro dichoso.
La dicha, sin embargo, no es condición precisa para ser metalero, y quién sabe si no fuera un obstáculo para alcanzar el estado de gracia de los iniciados. Pues no es el estrellato y el glamour lo que hace florecer al metalero que uno lleva dentro, sino la indiferencia y el desprecio de un mundo que hoy le mira por encima del hombro y pasado mañana se abstendrá de acreditar siquiera su existencia, como aquellos turistas que pasan de largo ante unas ruinas sucias y mal conservadas.
Cargar con lo que queda de los compañeros es otra maldición del veterano. Ya sea que estos resulten demasiado optimistas –luego entonces, unos yuppies de mierda– o demasiado lánguidos –es decir, fracasados inmamables– la esperanza conjunta de verse renacer es poco menos que una puñeta cerebral, en la cual por lo pronto se hallan atascados los personajes de La Armada Invencible, de cuya desazón apenas un canalla sabría sustraerse. Y es merced a la despiadada eficacia de la narración que el lector asimismo se endurece como un rockero vapuleado, y eventualmente se crece al castigo que el tiempo les inflige a los protagonistas, ninguno de los cuales pidió ser comprendido.
Brenda la suculenta, Barry el megalómano, la virtuosa Patito, el arisco Mustaine y otros entre los rancios perdedores que hacen de éste un relato gozoso y adictivo podrían darnos todo menos la ñoñería de una historia feliz, toda vez que hace tiempo, mucho tiempo, renunciaron al reino de los justos por una temporada en el de las tinieblas. Que todo esto resulte patético y abstruso en un lugar y una época inclementes –Zapopan, siglo XXI– termina por hacerles entrañables, no a pesar sino a causa de sus insuficiencias vitalicias. Somos, así, colegas pasajeros de quienes de por sí no se soportan, pero si pisan juntos un escenario son capaces de hacer trizas el tiempo y traer de regreso a la bestia salvaje que a saber cuándo y dónde se les marchitó.
Nunca fui propiamente metalero, antes de esta novela regocijante. Y ahora que me he reído y azotado como un adolescente redivivo, todavía no sé si aplaudo por envidia o por placer. Larga vida, anyway, a La Armada Invencible.
Este artículo fue publicado en Milenio el 25 de marzo de 2023, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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