“¡Amarren a sus gallinas, que mi gallo anda suelto!”, festejó mi papá, no exactamente para mi regocijo, nada más despuntaron los primeros escuálidos bigotes de su único hijo. ¿Por qué razón tenían mis probables conquistas futuras que alimentar el ego paterno? Y si éstas no ocurrían, o bien se dilataban algunos cuantos años, ¿sería ello motivo de vergüenza para quien me tenía por gallo desbocado y así me presumía ante sus amistades? ¿Debía yo buscar al amor de mi vida entre un selecto club de gallinas atadas (y luego entonces desconfiar de las sueltas, a saber la de mañas que tendrían)?
El párrafo anterior contiene una flagrante discordancia, puesto que en el citado gallinero no te esperaba “el amor de tu vida”, sino apenas “la madre de tus hijos”. Ello explica el silencio de mi progenitora, que no encontraba gracia en ese chiste y me creía capaz de algo mejor que preservar el buen nombre paterno a pisotones. Había entre ellos dos una suerte de abismo cultural, pues tanto mi mamá como mi abuela –huérfana niña una, viuda joven la otra– jamás tuvieron que rendirle cuentas a “gallo” alguno; en casa de mi padre, mientras tanto, reinaba un patriarcado ineluctable. A diferencia de él –y tal es nuestra brecha más escarpada– fui educado por una mujer libre. Corrijo: dos mujeres libres y modernas.
Fue en los años treinta que el periódico Novedades publicó por entregas Mi lucha. Lo sé porque una vez, en la que había sido casa de mis abuelos paternos, encontré el mamotreto hitleriano sin encuadernar, que la entonces señora de la casa atesoró en una caja de estambres. Un hallazgo que habría horrorizado a mi abuela materna, su consuegra, quien nunca profesó la menor simpatía por los nazis ni consintió en casarse una vez más, vista la escasa falta que hacía un nuevo mandón en su hogar. Porque el mundo era así y las mujeres libres –“sueltas”, diría el granjero– estaban destinadas a avanzar por caminos pedregosos, o de plano abrir brecha en la maleza.
Iba a cumplir los quince cuando mi padre juzgó necesario llevarme a un burdel, en compañía de otro primo quintito y el tío respectivo: los galleros y sus gallos. “¡Sólo eso me faltaba!”, respingaron mis ojos, con una indignación tan expresiva que nunca más se habló de aquel plan bochornoso. Unos años más tarde, ya al tanto de la brecha que nos hacía antípodas, mi papá se burlaba refiriéndose a mí, romántico incurable, como “ratón de un solo agujero”. Es decir que mi madre había ganado: ahora sí se reía de buena gana.
La abnegación prusiana de la madre de mi padre le permitía ahorrar centavo tras centavo (al precio de unos vástagos hambrientos y andrajosos) para adquirir un nuevo electrodoméstico, pero era su marido –“el jefe de la casa”– quien sacaba el dinero de su bolsa a la hora de comprar el artefacto. Por esos mismos años, la madre de mi madre perdía la cabeza jugando a la ruleta y acababa empeñando alguna joya para no naufragar junto a los hijos a quienes sostenía con su trabajo. Debe de ser por eso que mi mamá, su mamá y yo nunca simpatizamos con la abnegación, ni creímos que hiciera falta un “jefe” con privilegios feudales que nos diera instrucciones para vivir. O sea un perdedor, como mi abuelo.
Cada vez que me entero de una próxima marcha feminista, recuerdo que mi padre quiso criar al terror del gallinero y me gana la risa en nombre de mi madre, porque no sólo a mí me hizo a su modo, si su marido nunca fue mejor que cuando la tuvo a ella para entender al mundo. ¿Y no es hoy mi mujer quien cada día me quita lo salvaje y me empuja a saltar las brechas de mis íntimos medioevos? ¿Qué haría yo sin sus quiquiriquís? No es por tomar postura, sino por no restarle crédito al espejo, que me miro y repito: somos ellas.
Este artículo fue publicado en Milenio el 04 de marzo de 2023, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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