El lado idiota

Todos tenemos uno, por más que lo neguemos. Vale decir que nadie simpatiza con él, y si bien uno cree que es la última expresión de su autoestima, su irrupción no demuestra más que la falta de ella. Una vez en sus garras, eres presa de sus expectativas, que son lo bastante altas para que nada ya las satisfaga, pues no te deja escuchar otra voz que la del ego herido y furibundo. Por más, pues, que respingues en nombre del orgullo, todos podemos ver que eso que nos enseñas es tu lado idiota.

“Te enojas demasiado por cosas pequeñitas”, observó cierta vez alguien a quien llevaba años sin ver. Tuve que hacer, por cierto, acopio de entereza para no convertirme en basilisco por la crítica no solicitada. Al paso de los días, sin embargo, me sentí perseguido por los ecos de aquella observación. ¿Me había vuelto acaso un amargado, un neurótico, un malquerido, en suma un aspirante a perdedor? ¿Serían quizás restos redivivos de aquel niño mimado que una vez había sido? ¿O estaba yo en lo cierto y todos los demás en la pendeja? ¿Pero no es justamente esta certeza señal de que has caído en los meros dominios de tu lado idiota?

    Parece sintomático que estos tiempos de WiFi y multitasking nos empujen a todos hacia allá. Tampoco es culpa de uno que ciertas explosiones del carácter le compensen, y hasta le recompensen, por la deuda que el mundo parece acumular en el curso de un día, un mes o todo un año de desasosiego. ¿Cómo negar el gusto deleitoso de poner a un estúpido en su sitio con palabras tan claras como altisonantes? ¿Verdad que se mira uno indemnizado –y se siente brillante, para colmo– a despecho de cómo le miran los demás? Lástima que de acuerdo a la evidencia, sólo fuera posible probar la estupidez del energúmeno.

    Cuentan que en los albores del siglo XX reinaba la neurosis entre los citadinos, quienes a duras penas se adaptaban al ritmo de un paisaje recién poblado de automóviles y plenitud de inventos sorprendentes, a menudo pensados para facilitarles la existencia y asimismo muy útiles para complicarla. Menos mal que los peatones de entonces no andaban por las calles manipulando alguna pantalla inteligente que los hiciera torpes, dispersos e irritables, como sería el caso del siglo XXI.

    Si pudiera guardar en un costal cada una de las revanchas instantáneas con que me ha cohechado el lado idiota, es seguro que el bulto apestaría. Pues no sólo hace uno gratuitos los berrinches, sino además ha de pagar por ellos con horas, días o años de amargura vestida de regocijo, conocida mejor como soberbia. La vemos con frecuencia acá y allá, hoy que la gente anda tan convencida de poseer la razón que la defiende a gritos destemplados. ¿Humildad? ¿Y eso qué es? Para mi lado idiota (con el cual vive en deuda el mundo entero) humildad sería igual a cobardía y vergüenza, pero hay que ver las dosis de coraje y raciocinio que hacen falta para decir perdón, me equivoqué.

    Contra lo que al bilioso le acomoda pensar, nadie le admira y menos le respeta por sus escasas pulgas o su mecha corta. Se le ve con desprecio, miedo o lástima, pues lejos de creerle dueño de sí mismo, a todos queda claro que el infeliz no sabe controlarse y muy probablemente lleva una vida poco satisfactoria. ¿Pues cómo no, si tan poco le importa seguir haciéndose esa fama de idiota? “Es que soy orgulloso”, explicará más tarde, para no disculparse, y uno hará mutis para no decirle que eso que llama orgullo es un complejo caro y estridente.

     Aprendí de tres años de encierro irregular a perderle el respeto al lado idiota. Nada me debe el mundo para andarle cobrando mis carencias, como no sea el placer redentor de la risa: esa vieja secuaz de la inteligencia.

Este artículo fue publicado en Milenio el 18 de febrero de 2023, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

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