Tal parece que Hitler nunca pasa de moda. Hace ya tiempo que he venido leyendo, con la fruición que impone una novela negra, las biografías escritas por Alan Bullock, Joachim Fest, Ian Kershaw y Volker Ullrich (en dos tomos, el último par), y no logro eludir el tufo familiar y a menudo vibrante de esos miles de páginas insólitas. Si ahora mismo me diera por hacer una lista de rasgos y actitudes de corte hitleriano, no faltarían quienes dieran por hecho que aludo a este o aquel tirano del presente. Pero esa es la ventaja de arrimarse a los clásicos: todos descienden de ellos, aunque les incomode.
Una de las coartadas más frecuentes del palurdo de Linz era la transparencia de sus intenciones: cualquiera que ya hubiese leído Mi lucha podía darse una idea bastante aproximada de las atrocidades que el autor se había propuesto llevar a cabo. Párrafos demenciales y cargados de odio, repetidos discurso tras discurso, que muchos asumieron repletos de metáforas, como sería el uso machacón del término “exterminio” y la alusión simbólica a una escoba de hierro con la cual el autor barrería al “bolchevismo judío” de la faz de la Tierra. Una idea en tal modo disparatada que hacía falta un demente para tomarla en serio… y multitud de cándidos para menospreciarla.
No estamos preparados para pelear en contra del absurdo. Eso lo saben todos los demagogos, por eso nunca dejan de lanzar disparates, tal como el carterista choca contra su víctima para hacer el despojo imperceptible. “¡Es la mayor traición en la historia de toda la humanidad!”, quiso justificarse el autor de Mi lucha tras la siniestra noche de los cuchillos largos, de manera que el mundo diera por mal menor la ejecución sumaria de cientos de rivales políticos a manos del Estado alemán. Lo de menos, al fin, era el abuso del superlativo, porque una de las grandes enseñanzas de Hitler es que la gente suele tragarse las mentiras y dar por buena la exageración no tanto porque suenen verdaderas, como por la vehemencia con que son expresadas. Quieren creer los cándidos que un tirano enojado no sabe mentir y que sus idioteces son inofensivas.
Cuenta la biografía de Volker Ullrich, cuyo segundo tomo data de 2020, que en cálculos de Hitler podía suceder que tres siglos después de su muerte no se reconocieran sus hazañas, pero esto ocurriría indudablemente cuando hubieran pasado seiscientos años. Parece demencial y sin duda lo es, pero dicho con cierto aplomo contundente tiene la pinta de una profecía. Otra herencia fatal del palurdo de Linz es la combinación de estrategia y delirio para desconcertar al adversario. Nos dicen lo sensato e innegable ligado a lo estrambótico y fanático, de modo que no hay modo de contradecirles sin darles la razón al mismo tiempo. Luego entonces, “es cosa de opiniones”.
Para la maquinaria nacional-socialista, la meta última de la propaganda era la capitulación psicológica del receptor. Una vez conseguida tan tétrica proeza, seguía la invasión de su libre albedrío. Noventa años más tarde, no parece que hayamos superado a los clásicos. Bulle el radio de propaganda cínica, mentirosa y estúpida, que no obstante funciona mejor que la verdad. Es muy sencillo hablar horrores de los nazis y al propio tiempo replicar sus técnicas, tal como hacían ellos con los comunistas. Calificar hoy día como “hitleriano” significa cumplir con tantos requisitos que hay que invadir Ucrania para no dejar dudas al respecto.
No es un secreto que el totalitarismo goza de candorosas simpatías entre quienes se piensan más allá de sus garras. Menudean los juzgones y los ortopedistas del lenguaje resueltos a imponer su moral pueblerina en nombre de sus múltiples complejos, como sería el caso del palurdo de Linz y su corte de eunucos oficiosos. Tampoco ellos sabían, por entonces, que una escoba de hierro no suele distinguir a quién aplasta y termina barriendo con sus dueños.
Este artículo fue publicado en Milenio el 11 de febrero de 2023, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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