Hoy amaneció el cielo encapotado y tuve un déjà vu del purgatorio: iba otra vez camino del colegio a capotear los golpes de treinta y tantos niños resueltos a ensañarse a mis costillitas. Nunca logré entender cómo y cuándo se puso de moda fastidiarme en montón y sin medida, si fue por algo que hice o que dejé de hacer, y si habría habido modo de evitarlo. Me queda, en todo caso, la imagen de esos días de colegio como un callejón ciego y pedregoso del cual no había escape imaginable.
Un cielo encapotado suponía cambios en la rutina, como la propensión de los profesores a ir y venir donde la cafetera y entretenerse lejos del salón. Apenas nos dejaba la maestra, venían a mí gritos y proyectiles, y enseguida decenas de escuincles impacientes por darme puñetazos y patadas, de manera que diez minutos de anarquía equivalían a horas de terror; tras lo cual, para colmo, tenía que fingirme contento y campechano, no fuera la maestra a sospechar que algo me habían hecho mis hijitos de puta compañeros.
El papel de “puerquito” del salón era, además, motivo de vergüenzas intragables. Nadie fuera de ahí debía enterarse, si no quería extender aquel diario suplicio a las horas restantes de mi vida. ¿Qué dirían mis padres, por ejemplo? ¿Me impondrían un castigo, se decepcionarían, se desharían de mí? ¿Se enterarían de paso los pocos amiguitos que me tenían por niño normal? ¿Era mi situación en el colegio prueba de una rareza entomológica por la que hacía falta pagar réditos diarios e ilimitados? ¿Llegaría hasta sexto de primaria lavándome la cara a la salida para que no se viera que lloré? Si de por sí escaseaban las respuestas, la mañana nublada hacía lo suyo para que encima fueran ominosas. Los niños se divierten jugando a las películas, hasta que viene el diablo y cambia el guión.
Me gustaría decir que el purgatorio duró un par de meses, pero fueron dos años sin otra pausa que las vacaciones, al final de las cuales perdía el sueño temiéndome el regreso del horror. Ciertas noches, no obstante, me hacía la ilusión de idear alguna fórmula para contraatacar o inmunizarme, y así jugaba a solas a ser el que no era ni sería, porque el problema al fin debía de estar en mí, más que en los otros.
No sabes qué te falta para ser uno más, pero a juzgar por tantas extrañezas alguna culpa tienes que tener. Algo que llevas dentro y no puedes cambiar, porque de todas formas no lo ves. Si los demás se ríen mientras tú te avergüenzas sin saber ni de qué, lo probable es que acabes por darles la razón y en el fondo compartas su desprecio. De verte en su lugar, no dudes que también le darías sus zapes al puerquito.
Algunas veces me convertí en fiera. Harto de soportar el asedio de alguno en especial, me le iba encima, vibrando de furia, y lo madreaba hasta hacerlo berrear, pero un rato más tarde el miedo regresaba multiplicado. ¿Qué tal si en un berrinche terminaba clavándole a otro niño un lápiz en un ojo, por ejemplo? ¿Verdad que los odiaba suficiente para contar aquella entre mis fantasías favoritas? Y si así me iba en un colegio equis, ¿cómo me iría en la correccional? ¿Cómo evitar que desde el primer día todos se dieran cuenta de lo que me faltaba o me sobraba?
A estas alturas sigo sin respuestas. De pronto me imagino que no lejos de aquí habrá, a media mañana, un niño o una niña preguntándole al cielo encapotado en qué se equivocó para caer al hoyo de la infamia y cómo hará para salir de allí. Porque al fin uno logra salir fortalecido del purgatorio, pero el recuerdo vivo de esos tiempos nunca termina de irse, y cualquier día vuelve con la niebla para que no te olvides del héroe involuntario que un día fuiste.
Este artículo fue publicado en Milenio el 04 de febrero de 2023, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.