Las opciones son dos: evidencia o antojo. Para quien no soporta la realidad, este último se hace pasar por magia. De algún modo se entiende que la sobada “era de la información” sea también el tiempo del pensamiento mágico. A la gente le abruma tanta mala noticia y es capaz de tomar cualquier atajo con tal de recobrar algo de esa ilusión de control y sosiego que en otros años pudo darle la magia.
“Chamaquear” suele ser un verbo mágico. De pequeños creemos en los magos. Por eso no aplaudimos su ingenio o su malicia, sino las evidencias de unos poderes sobrenaturales que sin duda envidiamos (pues casi nada aún parece inconcebible y nos sobran antídotos contra el desengaño). Centauros y pegasos entran y salen de nuestras fantasías, como decían que Pedro paseaba por su casa, y no hemos descartado la posibilidad de algún día hechizar a nuestros amiguitos. Acaso sin saberlo, nos autochamaqueamos para salvaguardar el candor que nos queda e interpretar el mundo según nuestro capricho. “Déjalo, está en edad…”, comentan los mayores.
Cuentan que cierta noche por demás ominosa, Joachim von Ribbentrop y Vyacheslav Molotov, sendos cancilleres de Alemania y la URSS, se sentaron a negociar en Berlín bajo un tupido bombardeo británico. Corría el otoño de 1940 y según decía Ribbentrop, sobrado de arrogancia como siempre, Inglaterra ya estaba liquidada. Reacio, sin embargo, a ser chamaqueado por cualquier otro que no fuera papá Stalin, Molotov se sacó de la manga una pregunta que al instante hizo cisco la magia chapucera de aquel alemán tieso y petulante: “Si los ingleses ya perdieron la guerra, ¿qué hacemos usted y yo en un refugio antiaéreo y de quien son las bombas que siguen cayéndonos?”
El pensamiento mágico no puede presumir de una ni otra cosa. Al igual que su primo, el pensamiento único, carece de permiso para razonar, ya no digamos cuestionarse a sí mismo. Por lo demás, sus trucos son demasiado burdos para que mago alguno diga “esa vara es mía”. Lo único asombroso, en realidad, es su disposición a seguir apostando contra las evidencias. Al igual que los juegos infantiles, el pensamiento mágico regala o niega el crédito a su gusto, de ahí que sus recursos sean prácticamente inagotables. Ya sea que se alimente de la ignorancia, el fanatismo o la desvergüenza –amigos más cercanos entre sí de lo que uno quisiera imaginar– su tarea consiste en abrir un abismo entre causa y consecuencia, de manera que nadie pueda relacionarlas y sólo el ocultismo las explique (es decir, las declare inexplicables).
El pensamiento mágico vive de la ocurrencia y cree en la inspiración providencial como fuente perpetua de sabiduría. Nada más se le ocurre un nuevo disparate, encuentra infinidad de correspondencias que a su modo confirman y fortalecen la fe del holgazán en la evasiva pronta y la victoria fácil. Pues no son alfileres, sino pereza pura lo que sostiene al pensamiento mágico. Por no hablar del escaso respeto que a sus cultivadores les merece el intelecto ajeno, o inclusive la inteligencia a secas. ¿Cuánta amargura llevaremos dentro, qué desgracias no habremos padecido, se preguntan, se ofenden, se horrorizan, para que nos neguemos a creer en la magia? Tampoco es un secreto que les damos lástima.
Se lo proponga o no, el pensamiento mágico es un inmejorable aliado del autoritarismo y el pillaje. De más está decir que no toda la gente que lo invoca termina de creérselo, y que varios entre sus más vehementes defensores viven al tanto de su falsedad, tal como el merolico sabe que su producto milagroso jamás ha hecho un milagro, ni lo hará. Más tarde o más temprano, el engaño tendrá que traslucirse y quien lo haya creído como un niño se verá en el pellejo de un pelmazo.
El pensamiento mágico es tan intolerante como quien lo enarbola, pero las evidencias pecan de testarudas y no existe un conjuro que las desaparezca. Finalmente “pensar” es, asimismo, echar pienso al ganado. Nada que sea muy digno de vanagloria.
Este artículo fue publicado en Milenio el 10 de diciembre de 2022, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.