Los grandes contendientes de estos tiempos son nada más que dos: razón y sinrazón. Parecerían antónimos, sólo que la segunda, según el diccionario, constituye una “acción hecha contra la justicia y fuera de lo razonable o debido”, y a menudo se esgrime en perjuicio directo de la sensatez. Bastan tres sinrazones en hilera para embrollar las ideas más claras e imponer el delirio donde mandaba el juicio. Y si las sinrazones vienen de ambas partes, es natural que triunfe la menos razonable.
Vayamos a un ejemplo fresco de sinrazón: dos chicas que hace poco dejaron la niñez entran a la National Gallery de Londres, se plantan frente a Los Girasoles de Van Gogh y vacían sendas latas de sopa de tomate sobre el cuadro. Como suele pasar con tantas sinrazones, su idea es sacudir y provocar. Es decir, extender la sinrazón. Salpicarla, embarrarla, contagiarla, para que no sean ellas las únicas que pierdan la compostura. Tras untarse la palma de cola extrapotente y pegarla a la pared, una de ellas, con la melena teñida de rosa, vocifera ante los espeluznados asistentes: “¿Qué vale más, el arte o la vida?”.
No existe contraposición, sino honda identidad, entre vida y arte. Como tampoco la hay entre tu hijo y tu patrimonio, hasta que te secuestran al primero y te exigen el segundo a cambio. Pero a las coloridas activistas y la organización que representan –cuya meta es frenar la extracción de petróleo en Inglaterra– les inquieta que a un simple Van Gogh se le proteja más que a la Madre Tierra o a sus menos favorecidos habitantes. Es decir que se sienten en tal medida llenos de razón que se otorgan licencia para la más absurda sinrazón, en la torcida creencia de que un escandalazo de esa magnitud creará simpatía para su causa entre la opinión pública.
La razón, sin embargo, no sabe hablar a gritos. No sólo porque no lo necesita, sino también porque es alérgica a la rabia. Basta con que uno grite que tiene la razón para que ésta comience a derretirse. La alevosía nunca tiene razón. Tampoco el odio, ni el resentimiento, ni la creencia perversa de que pasando por encima de tus derechos voy a poder hacer valer los míos. Solamente en los westerns –allí donde la ley no vale nada– cabe creer que las afrentas recibidas son patente de corso para afrentar. No por nada apuntaba Francisco de Goya que el sueño de la razón produce monstruos.
“Pero la sopa no dañó la pintura”, claman los partidarios de la atrocidad, como si semejante acto de inquina no fuera un manifiesto contra la civilización y la belleza digno de alguna secta de fundamentalistas wahabíes. Cabría preguntarse qué clase de apoyo esperan estos bárbaros con sus “art attacks”, que es como orondamente los denominan, toda vez que sus ansias destructoras sólo ocasionarán el visto bueno de quienes gustan de esparcir la sinrazón y el odio, en el nombre de causas acaso más notorias que sus insuficiencias personales (de las cuales el universo entero, nunca ellos, ha de ser responsable natural).
Hace unos pocos días, un putinista ruso exhortó a sus ejércitos a bombardear Ucrania “hasta devolverlos a la Edad Media”. ¿Y qué decir de las turbas trumpistas que literalmente defecaron dentro del Capitolio, el 6 de enero de 2021? Nada compensa tanto a los cautivos de la sinrazón como la destrucción del bien ajeno, sea éste material o espiritual. Quisieran ver al mundo arrodillado pidiéndoles perdón por agravios tan viejos, etéreos o lejanos que sólo hallan lugar dentro de su cabeza, y es probable que ni eso les satisfaciera. ¿Exagero, quizás? Ciertamente los fines de unos ambientalistas no pueden coincidir los de linchadores y genocidas, pero sus medios se parecen tanto que de pronto no es fácil distinguir a unas sinrazones de las otras. Se diría que empujan una misma carreta.
Este artículo fue publicado en Milenio el 15 de octubre de 2022, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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