Don Sata está en otra parte

Del Coco a la Llorona, del Chupacabras al Robachicos, no recuerdo a un villano más satánico que el vendedor de yerba: aquel sujeto infame que, según nos contaban los mayores, regalaba carrujos a niños y mancebos para luego engancharlos al vicio consecuente y transformarlos en clientes cautivos. No era entonces El Dealer, ni El Duro, ni El Bueno, y a fe mía que nunca se dejó ver. Pero daba terror imaginarlo, más aún que a ese viejo-del-costal que según la leyenda te sacaba los ojos para obligarte a pedir limosna. El vendedor de yerba ni a nombre llegaba y la idea de fumarla nos parecía siniestra y hasta un poco suicida. “Ese güey se las truena”, señalaba uno al vecino greñudo, agitando la diestra y pelando los ojos.

“Es cosa de soldados”, decían los abuelos, con un desprecio de aires aristocráticos no exento de algún miedo sobrenatural. Más aún que la música y la moda, el consumo de drogas ilegales y su persecución desenfrenada crearon una inmensa brecha generacional que todavía hoy permanece infranqueable. Puedes beber tres copas de licor, o hasta embriagarte y arañar paredes, sin ganarte el epíteto de “borrachín”, pero dale un jalón a una pipa rellena de cannabis y enseguida serás un mariguano: sinónimo de lacra y malviviente.

Más confianza, es verdad, inspira el cantinero que el narcomenudista, pues éste opera fuera de la ley y al servicio del crimen organizado. Pero he aquí que uno crece y cualquier día descubre que sus mayores saben poco del tema y quizás exageran, pues los borrachos muertos son legión y no ocurre lo mismo con los mariguanos. “Es la puerta de entrada a otras drogas”, nos advertían quienes no habían probado ninguna, ni leído al respecto, ni evitado llenarse de prejuicios ridículos que a uno le provocaban menos temor que risa. ¿No era acaso el abuso del alcohol una puerta propicia para entenderse con la cocaína? Pero la coca es símbolo de estatus y la mota remite a los bajos estratos de la sociedad. El tabú, como siempre, es la miseria.

No ha sido, pues, la mota, sino su persistente satanización, lo que ha causado ya millones de muertes y destruido infinitamente más familias que el vicio pernicioso. Nada raro, por cierto, si tomamos en cuenta que el origen de todo es la ignorancia. Mariguanos o no, pocos tienen alguna idea clara del innegable daño que ocasiona su consumo excesivo, pero todos entienden la condena social que todavía hoy acompaña a la fama de pacheco. Las cárceles albergan multitudes de mariguanos pobres, cuyo auténtico crimen fue no tener con qué sobornar a los representantes del orden público. Y en la cárcel, por cierto, nunca falta la mota. Como ocurrió en los tiempos de la Ley Seca, no se está protegiendo la salud sino la hipocresía.

En su reciente columna del Washington Post, Paul Waldman nos recuerda que dos años atrás Joe Biden, que cumplirá ochenta años el mes próximo, aún hablaba de la mariguana como la puerta maldita de marras… y ahora despenaliza su posesión. ¿Cómo es que “el más cuadrado de los demócratas” da la cara al tabú y lo echa por tierra? Más allá de los cálculos políticos y de las elecciones por venir, un reculón así supone un parteaguas cultural e histórico a escala planetaria, justo cuando las libertades individuales son renovado objeto de escándalo y acoso entre los allegados al autoritarismo. Que un hombre ya mayor, jamás aficionado a droga alguna, tenga la inteligencia y el valor de dar un paso así, es síntoma palpable del principio del fin de un estigma costoso como pocos.

Mucho me habría gustado, en mis años pachecos, carburarme un gallito con mis queridos padres. Creo que nos habríamos entendido en cantidad de temas que en más de una ocasión nos enfrentaron. Sólo que ellos jamás lo habrían aceptado, por aquello del Coco y el Robachicos. Hoy que los tiempos cambian, tendríamos que hablar de libertad.

Este artículo fue publicado en Milenio el 08 de octubre de 2022, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

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