Los Hermanos Marx tuvieron suerte de no nacer en México y en esta época, porque, de haberlo hecho, sus aún desternillantes películas habrían pasado por obras realistas, o aún es más, costumbristas, y ni siquiera los diálogos de Groucho habrían arrancado carcajadas de nadie.
El párrafo anterior se lo he plagiado íntegro a Javier Marías, no sin antes tomar la providencia de escribir “México” en lugar de “España”. Solía ocurrirme así con La zona fantasma, su columna semanal: encontraba sus quejas recurrentes en tal extremo vívidas y próximas –y a menudo hilarantes, aunque esto no fuera obvio para los distraídos– que acababa expropiándole los arrebatos, cual si éstos respondieran ya no a su situación sino a la mía. Pero es que en todas partes menudean sinsentidos afines, por no hablar de gentuza equivalente o idénticos abusos, y esas calamidades se dejan soportar de mejor grado cuando una voz cercana te recuerda que estás lejos de ser la única víctima (y, por cierto, que no has perdido la razón).
Pocas voces encuentro tan cercanas como la del autor de Corazón tan blanco. Al cabo de unos cuantos millones de palabras compartidas, crece una relación tan entrañable como indescriptible entre quien las escribe y quien las lee. Hasta hoy no se conocen, y quizá nunca lo hagan, pero al cabo comparten un botín de secretos intrincados que nadie en torno suyo atina a imaginar, ni muy probablemente entendería sin sumergirse un largo rato en sus honduras, e inevitablemente en sus complicidades. Los lectores son esos querúbicos espías que escarban en los párrafos y encuentran conexiones luminosas de las que quien escribe no necesariamente vive al tanto. Por eso las palabras, tal cual dice Marías en Tu rostro mañana, “también son un hilo de continuidad entre vivos y muertos”.
Para quienes seguimos sus palabras con el interés propio de un secuaz en apuros, la intempestiva ausencia de Javier Marías no es el final del juego sino, muy al contrario, su extensión vitalicia. Si hasta hace pocos días más de uno salivábamos por leer algo más sobre Bertrand Tupra –por citar sólo uno entre los tantos inquilinos que Marías tuvo a bien instalarnos en la conciencia– hoy no nos queda más que volver, como se vuelve a casa, a aquel inagotable territorio de asombros del cual nunca pudimos sustraernos y cuya intensidad desaforada transforma al reincidente en debutante.
“No he querido saber pero he sabido…” “No debería uno contar nunca nada…” “Nadie piensa nunca que pueda ir a encontrarse con una muerta entre los brazos…” Pocas carnadas son tan suculentas como las que se dejan masticar en las primeras líneas de una novela de Javier Marías. Unas hojas más tarde, la que llamamos “vida real” entra en pausa y uno, antes que lector, se convierte en rehén de aquellas líneas, construidas de manera que el vértigo tenaz que las habita no hace sino crecer y multiplicarse. Pues aun en los extremos de la sinrazón, quien nos cuenta la historia ejerce un impecable raciocinio, y no nos queda así más que seguir su curso, igual que sigue el pez la ruta del anzuelo o el fauno los perfumes de la ninfa.
“Lo más intolerable es que se convierta en pasado quien uno recuerda como futuro”, reflexiona el autor en los inicios de Mañana en la batalla piensa en mí, a partir de lo cual sus pensamientos se transforman en un caudal de dudas cosquilleantes, tras las cuales ocurre un palpitar vehemente del que ya somos parte y por el cual habremos de perder el sueño, o más exactamente ganarnos el insomnio.
Me resisto a ubicar en el pasado nada menos que a Javier Marías, básicamente porque abro sus libros y lo encuentro tan vivo, vibrante y próximo que otra vez necesito robarme sus palabras para subrayar que “esa es su manera de seguir viviendo, de seguir turbando, sin darnos jamás descanso”.
Este artículo fue publicado en Milenio el 17 de septiembre de 2022, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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