Hará unos pocos días que volvimos a vernos, tras dos años y medio de mirarse cada uno en el espejo y día tras día persuadirse un poco de que nada ha cambiado. Amigos, conocidos, colegas: algunos de ellos parecían los mismos, sólo que eran los menos porque en la mayoría el encierro dejó una impronta cruel. Como si en vez de treinta meses de pandemia hubiesen transcurrido uno o dos lustros. Tiempo de preguntarte, en mitad del coctel que nos reunió, si los demás también te encuentran mal y de pronto comentan por lo bajo: “¿Ya viste qué jodido está ese pobre?”.
Vivir en la burbuja de estos tiempos es ser parte de una fuga colectiva hacia adelante, donde apenas hay tiempo para ver los detalles o intentar cualquier clase de reflexión profunda. No hay mucho tiempo para la amargura, aunque ésta siempre encuentre los resquicios para inmiscuirse donde no la llaman, y al fin son tantos los asuntos pendientes que apenas queda espacio para hacerle caso. ¿Pero qué pasa cuando llega una pausa y en lugar de premura queda un espacio inmenso para la dispersión y, ay, la introspección? ¿Cómo defiende uno las ficciones vitales en las que sustentaba su diaria inconsecuencia, una vez que la vida se detuvo y puede ver de frente sus cortedades?
Uno siempre es el mismo ante sus propios ojos, son los demás quienes notan sus cambios. No hace falta decir que le ha ido bien o mal, si ya el puro semblante envía un mensaje claro sobre el particular. “Se nota que ha sufrido”, comentarán algunos, con genuina piedad, y quizás sea por eso que le digan “¡Pero qué bien te ves!”, cual si dejaran un mensaje en el Facebook, donde toda la gente es siempre guapa por obra y gracia de la cortesía. Cabría en todo caso preguntarse si emplearían idénticos halagos para adular a quien recién pasó largo tiempo en la cárcel.
El más grande enemigo de los reclusos no es el encierro en sí, como la espiral de paranoia que lo acompaña. No es mera coincidencia que los presos eludan cuanto pueden el aislamiento y sea éste el castigo más severo, si entre sus meandros es que se incuba la desesperación y crece el sentimiento de impotencia ante la adversidad irremontable. De ahí venimos todos, en distinta medida, aunque con diferentes resultados. Y si al ex presidiario le persiguen sus monstruos aun después de volver a las calles, algo no muy distinto nos sucede a quienes regresamos a la vida anterior a la pandemia y topamos con ciertas incapacidades que el aislamiento tuvo a bien heredarnos.
Suele decir mi suegra, una mujer sabia donde las haya, que la gente no cambia; refina. Por eso con frecuencia notamos que a la gente ruin o amarga no le hacen bien alguno los reveses, pues lejos de ayudarles a corregir el rumbo les radicaliza. Si antes no toleraban la adversidad, hoy que la han aguantado viven con la certeza de que la vida está en deuda con ellos y a como dé lugar han de cobrársela. Es decir que al final envejecieron, acelerada e irremediablemente, y para su desgracia se les nota. ¿O se nos nota? Haría falta una franqueza infame para decirnos todos lo que realmente vemos después de la hecatombe.
La gente engorda, enflaca, se arruga, se amarga o se derrumba después de mucho tiempo de estar sola. Mi padre, por ejemplo, perdió la lozanía que conservaba contra viento y marea. “Me cayó la vejez”, nos confió hace unos días, entre lágrimas. ¿Y qué decir de aquella mujer déspota y otrora presumida a quien recién he visto en el coctel de marras, de pronto convertida en una viejecilla rencorosa y sardónica merced a sus oscuras pesadumbres? Ciertamente no somos los mismos: Darwin nos ha jugado una broma siniestra y sólo los más fuertes –esto es, los más flexibles– resistieron la prueba de ver en el espejo su fragilidad. Nuestra fragilidad, siempre tan soslayada.
Este artículo fue publicado en Milenio el 27 de agosto de 2022, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.