El complejo tricolor

Cuenta André Agassi, en su desenfadada autobiografía, que cierta vez, ya planeando la boda, él y su prometida Steffi Graf decidieron que era hora de presentar a sus respectivos padres. Uno gringo y el otro alemán, empezaron por entenderse a señas, pero al cabo de ciertos desacuerdos en cuanto a la importancia de sus retoños –cada uno sostenía que el suyo era el mejor de la Historia– con trabajos lograron André y Steffi que sus progenitores no terminaran por comunicarse en el idioma universal de los madrazos. Tras haberlos forzado desde niños a jugar tenis de alto rendimiento, ninguno soportaba la vergüenza de no ser más que el otro. Pues no eran ya sus hijos sino ellos mismos, padres ufanos y fanatizados, el auténtico núcleo del entuerto.

Acostumbra Fernando Savater equiparar a los devotos del nacionalismo con aquellas familias cuyos miembros se pasan de jactanciosos, ya que en todos los rubros han de embarrarte que son los mejores, y por supuesto los más enterados. Deportes, artes, viajes, chistes, negocios, juegos de mesa, hobbies, en todo son expertos y en nada aceptarán ser alcanzados, menos aún rebasados, so pena de cimbrar los frágiles cimientos de su autoestima, que en realidad es un gigante de papel y abusa de su propia vanagloria para no dejar ver un miedo que es más grande que su orgullo: el de ser pobres diablos con bandera.

Hay un absurdo implícito en la cursilería de equiparar a la propia mamá –el más concreto de nuestros apegos– con la entidad abstracta que es la patria. Vista desde los ojos de sus aduladores, la patria es una madre celosa, paranoica, chantajista y atrabiliaria, capaz de devorar a sus vástagos a la primera mueca sospechosa de amor insuficiente. Pues al nacionalismo le preocupan menos los sentimientos hondos y genuinos que el cóncavo ritual de la apariencia. Al igual que Meursault, protagonista de El extranjero de Camus, no basta con sufrir la muerte de tu madre, sino hacerlo saber a berrido pelado para evitarte a tiempo la condena de quienes juzgan más de lo que saben.

El verdadero tema del nacionalista no es la nación, la patria ni la historia patria, sino las cortedades y temores que como es evidente le persiguen, desvelan y atormentan. Por eso es tan difícil otorgar crédito a su altanería y tan fácil reírse de sus soflamas, pero uno hace la lucha por disimularlo porque ya se dio cuenta de que el sujeto trae la carne viva y hasta lo que no come le hace daño: la clase de cautela que nos toca asumir en presencia de un desequilibrado. ¿Sentido del humor? No lo conoce, a menos que se trate de hacer mofa a costillas de los otros. Es decir de nosotros, que no por ser de aquí nos decimos mejores que la gente de allá: un desplante soberbio y defensivo que se quiere agresivo y orgulloso.

Las evidencias del nacionalismo son tan débiles como su cultura, puesto que vive a espaldas del resto del planeta, se precia de no hablar más que su propio idioma y ve con desconfianza –diríase con asco– todo lo extranjero, pero de cualquier modo sostiene que “lo nuestro” resulta incomparablemente superior. Ay, pues, de quien compare, pues hacerlo sería formar fila con apátridas, matricidas y otros bichos indignos por lo visto de pisotear suelo que les vio nacer. Lo dijo Vargas Llosa: “El nacionalismo es la cultura de los incultos y estos son legión”.

De la extorsión tiránica al sentimentalismo inquisidor, pretenden los paletos patrioteros transfundirle a uno el odio y la frustración que son motor secreto de tanta vanidad de pacotilla. ¿Qué saben los palurdos pintorescos de la manera en que uno administra o prodiga sus apegos? ¿Y aun si lo supieran, qué diablos les importa? ¿Necesito cargar con sus complejos para que me perdonen por existir, o es que quieren mi anuencia para tiranizarme? ¿No serán las dos cosas, por casualidad?

Este artículo fue publicado en Milenio el 06 de agosto de 2022, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

Foto:

https://www.milenio.com/opinion/xavier-velasco/pronostico-del-climax/el-complejo-tricolor_2

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