Palabra de «Contreras»

Una forma segura de llamar la atención sin esforzarse mucho consiste en simplemente llevar la contra al prójimo, en especial cuando tienen razón. Lo sé porque pasé media niñez y buena parte de la pubertad contradiciendo casi todo aquello que mi familia daba por correcto. Contreras, me apodaba ya mi abuela, más para celebrar que corregir esa manía infantil que en ocasiones vuelve para abochornarme. Pues por más que uno quiera dárselas de sensato, siempre acecha en el fondo la acémila esquinada, esperando el momento de significarse con una pataleta que salpique la atmósfera de sinsentidos.

No es difícil ser Contreras en México, donde la realidad y su relato público guardan una distancia tan respetuosa que rara vez se encuentran en un mismo punto. Pasas la infancia oyendo a tus mayores hablar pestes del gobernante en turno, mientras otros apilan adjetivos para engrandecerlo y tu padre te explica muy a tiempo que a esos tipos les llaman lambiscones. Pero lo mismo ocurre a nivel familiar, y hasta con amistades y perfectos extraños, ya que el gran pasatiempo nacional consiste en hablar mal unos de otros, y de pronto reñir por fruslerías que nacen del prurito de llevar la contraria a como dé lugar.

El problema no es necesariamente que aquello que usted dice me parezca concretamente erróneo, sino que no termina de acomodarme, ya sea porque usted me desagrada, o porque así solapo mis prejuicios, o porque no sé nada de ese tema, o quizá porque tengo mis complejos y elegí este momento para ventilarlos. Y si, como ya he dicho, vivo en un país que ama la maledicencia, nunca habrán de faltar unos cuantos zopencos –con suerte una legión– que respalden mis dichos más irreflexivos, ya que seguramente ellos también tendrán necesidad de ser reconocidos y recordados, aunque sea por Contreras.

Los fracasados suelen ser clientes distinguidos del contrerismo. Puesto que si a ellos les ha ido mal, es el mundo, nunca ellos, quien debe corregirse. Pero aun si esto ocurriera –que el mundo reculara y los favoreciese– lo más probable es que siguieran inconformes, ya que lo suyo es la insatisfacción y de ella se alimentan cada día. Ser Contreras, y de ello tener fama, supone ir por la vida con micrófono, podio y un costal de tirrias, de modo que parezca que siempre se tiene algo que decir. Bastará con atar un par de necedades y lanzarlas al aire, como un proyectil, para dejar de ser un vil Contreras y ganarse el estatus de controvertido. Cualquier terraplanista consigue eso y más.

No debería asombrarnos la frecuencia con que en este país los Contreras se salen con la suya. Allí donde las reglas pecan de opcionales, la originalidad se hace epidemia. Cada uno se rige por sus propios impulsos y de nadie se aceptan directrices, ni siquiera consejos, pues ello sería tanto como condescender, y quien hace eso queda expuesto al desprecio de los demás Contreras. “¡Ya se abrió!”, diagnostican, con el orgullo propio de quien pasa la vida comprimiendo el esfínter antes que transigir en lo que sea; jamás se rendirán a la evidencia porque viven rendidos a sus miedos.

Este mundo sería de los Contreras si no estuviera ahí la realidad, a manera de antídoto contra el afán machista de imponer sinrazones porque sí. No hace falta leer, ni comprender, ni haber ido al colegio para ser Contreras. Cuentan sólo las ganas de pelear y cierta habilidad – primitiva, eso sí– para la sorna pronta y la acidez extrema. Porque la necedad es pegajosa y su propagación fumiga cualquier rastro de inteligencia. ¿Y no es claro que en esas tierras yermas el Contreras nos lleva toda la ventaja? Menos mal que no va a ninguna parte, y de hecho se ha propuesto que nadie más lo intente. Dicen que la miseria ama la compañía, y en eso sí el Contreras parece estar totalmente de acuerdo.

Este artículo fue publicado en Milenio el 18 de junio 2022, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

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