Viajar por carreteras mexicanas solía ser un deleite especial. Recorrer el asfalto kilómetro a kilómetro, detenerte o desviarte a capricho, disfrutar del camino como de una aventura fascinante de la cual eras parte, suponía una gran prerrogativa que dábamos por hecha cuando emprendíamos gestas tan intrépidas como cruzar la sierra a media madrugada, envueltos en un manto de negrura imponente del cual emergía uno entre reconfortado y perplejo, como quien vuelve de un sueño tortuoso. Y si venías a solas, o con los pasajeros bien dormidos, había un delicioso espacio de introspección ideal para hacer foco en ciertos temas íntimos que exigen tiempo, calma y armonía. ¿Hace ya cuántos años que este gozo tan simple dejó de ser plausible?
Las carreteras siguen todas ahí, sólo que recorrerlas es hoy día sinónimo de temeridad. No hay cómo relajarse cuando se teme uno que le espere lo peor tras la próxima curva, pues ni siquiera alcanza a imaginar qué feudos criminales atraviesa o qué truco emplearán para emboscarle. Poco le queda al viaje de aventura cuando se experimenta desde la indefensión de un animal silvestre en un coto de caza. ¿Qué hacer contra un retén intempestivo o un camino sembrado de naranjas repletas de clavos? ¿A quién puede acudir quien sabe de antemano que hoy por hoy los representantes de la ley son divisibles en sólo dos bandos: indefensos y cómplices? ¿Quién respeta a un representante de la ley en un país donde evidentemente la ley está de adorno?
Ayer en estas páginas Enrique Serna rememoraba aquellas noches mágicas cuando los parranderos íbamos cada noche de tugurio en tugurio, sin la calamidad de encontrarlos tomados por el hampa. ¿Cuántas veces no huimos a Cuernavaca, Cuautla o el cerro del Ajusco, sin importarnos hora o consecuencias? ¿Exagero si digo que los puros caminos solitarios que conectan al Ajusco y La Marquesa –zonas donde florecen los secuestros– son tétricos incluso a media tarde? Ya puedo imaginar las risas patológicas de sinaloenses o michoacanos, habituados a estruendos y balaceras, víctimas regulares de atrocidades indescriptibles, frente a estas aprensiones de morondanga. Unos porque ya están en el infierno, otros porque lo vemos acercarse, pero ninguno vive más en paz.
Cierto es que hay autopistas federales, y que en algunas de ellas, bajo la luz del día y con bastante tráfico, puede uno verse más o menos seguro. Una impresión que mengua no bien le toca cruzar la caseta y la encuentra tomada por otros bandoleros, teóricamente apoyados en una causa según ellos noble y con frecuencia turbia e incendiaria (¿y cómo no, si empieza por chantaje, amenaza y despojo?). Y si la autoridad no se muestra dispuesta a defender ni los ingresos mismos de la Federación, ¿qué me permitiría suponer que llegado el momento contaré con su ayuda? ¿De qué tamaño serán mis derechos en la tierra de nadie donde la autoridad ya dejó de ser tal y el poder está en manos de monstruos que no tienen el menor empacho en secuestrar, despojar, envenenar, prostituir o descuartizar a sus muy mal llamados semejantes?
Aún así, somos privilegiados. Da horror imaginar la diaria pesadilla de quienes día y noche recorren carreteras mexicanas por cuestión de trabajo. Choferes de autobuses y camiones, por ejemplo, quienes a cada viaje se juegan el pellejo y hasta la libertad (puesto que si les roban es probable que encabecen la lista de sospechosos), por no hablar del estrago que deja en la salud tener que camellar todos los días bajo tamañas dosis de incertidumbre. ¿Quién se acostumbra a esa chamba de mierda sin despedirse de todo amor propio
Vista desde lo alto, la red de carreteras semeja un gran circuito de venas y arterias. Entrados en metáforas, vale decir que el mapa nuestro país delata una gravísima arterioesclerosis que a su manera ayuda a hacer explícita la gangrena social que nos aqueja. ¿O será que exagero cuando digo que el país que habitamos sin poder recorrerlo es todavía “nuestro”?
Este artículo fue publicado en Milenio el 14 de mayo 2022, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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