Cada vez que le falta algo al presente, no falta quien lo busque en el pasado. Peor todavía, en el siglo pasado. No es fácil despojarse de la lógica con la que uno creció, ni evitarse el prurito de aplicarla donde hace tiempo que ya no funciona. La memoria, además, es traicionera, amén de antojadiza y selectiva. Queremos que el pasado sea un hecho objetivamente comprobable, cuando al cabo se ajusta a las necesidades de quienes lo evocan. “Llega un momento de la vida en que ningún recuerdo está a salvo”, escribe Camila Sosa Villada en su novela Las malas; son legión, sin embargo, quienes buscan salvarse en los recuerdos, que es un poco asilarse en lo imposible. Y es que los imposibles son un gran consuelo.
Como una vez lo fue Porfirio Díaz, Vladímir Putin es un hombre del siglo anterior. Nada tiene de insólito que pretenda arengar a sus compatriotas con promesas que sólo aspirarían a cumplirse retrasando el reloj cincuenta años, y aun si eso sucediera habría que ver qué clase de esperpento es aquél que a lo lejos invitaba al suspiro. Pues del pasado nada vuelve igual, y cuando lo consigue resulta insostenible. Si allá en el siglo XX de la era cristiana la palabra “censura” sonaba intimidante, hoy los intimidados son quienes aún intentan aplicarla.
Cada día que pasa, cientos de miles de ciudadanos rusos descargan un programa VPN (virtual private network) para navegar por internet burlando las restricciones impuestas por el régimen, y ojo: sin dejar huella de su paso. Lo cual no solamente les permite acceder a la información real sobre lo que su ejército está haciendo en Ucrania, sino además exhibe las patrañas groseras y perversas que menudean en la propaganda oficial. O sea que si allá en los años setenta cualquier ruso podía imaginar o suponer que el poder le engañaba a toda hora, ahora puede probarlo con minuciosidad. ¿Qué clase de censura va a imperar ahí donde el mandamás sabe que todos saben que oculta la verdad?
Ubicarse en el siglo XXI puede ser tan difícil como tener presente que no hay dónde esconderse. Vivimos malos tiempos para el pudor, basta con que salgamos a la calle para que nuestra imagen vaya y venga por cables y memorias electrónicas a las que no podemos engañar. ¿Cómo es que tanta gente se exhibe y se condena delante de una cámara, si sabemos que están en todas partes? ¿No nos han dicho acaso en qué siglo vivimos, o resulta más cómodo olvidarlo? ¿Quién podría vivir, no obstante todo, cuidando sus palabras y movimientos de los ojos de tantos testigos y fiscales en potencia? ¿No será que la corrección política es el último biombo que te evita la pena de mostrarte como eres? Para quienes suspiran por el siglo XX, lo peor no es que hoy las cosas más terribles sucedan, sino que todo acabe por saberse.
Quien procure vendernos el regreso al pasado como la solución para el presente ha de hacer una alquimia similar a la del charlatán que adivina el futuro. Nada de lo que ofrecen existe, ni ha existido, ni podría existir. Tal como el solterón acaricia el recuerdo de su primera novia y se hace la ilusión de algún día llamarle, quien pretenda vivir –y peor: hacer vivir a los demás– en el siglo pasado no tendrá más recurso que la fantasía, ni mejor resultado que el fracaso rotundo. Putin, Trump y sus émulos invitan a mirar hacia el futuro con la lente de aumento de la añoranza, que es como sustituir el parabrisas con un enorme espejo retrovisor y esperar que el camión marche solo hacia atrás. O también: como subir a un tren cuyo destino sólo conoce el maquinista. Porque al fin el pasado es un misterio no menos caprichoso que el porvenir. Ya lo decía la canción de Sabina: “No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”.
Este artículo fue publicado en Milenio el 07 de mayo 2022, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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