Ni para qué engañarse, el virus se ha instalado entre nosotros con una familiaridad tan esperanzadora como espeluznante. ¿O es que hay quien todavía se asombre de enterarse que la vecina, el socio, la prima o el hermano contrajeron el covid-19, seguramente en su última variante? “No va a morirse”, piensas a cada vez y recobras la calma cuando te dicen que se siente bien y tiene dos vacunas, pero así como sabes de unos cuantos dichosos infectados que se pasan el día viendo televisión, no falta el que ahora mismo pelea por ganarle a la neumonía. Amigos, compañeros, conocidos, son demasiadas ya las víctimas del virus en los últimos días (no falta quien lo oculte por no reconocer que se descuidó, cual si en vez de covid fuera una gonorrea). Se diría que están en todas partes y uno mismo no está totalmente seguro de no ser uno de ellos.
Hasta hoy, de la pandemia tengo un saldo a favor: hace dos años ya que no me da un catarro. Contraje ya, no obstante, una lista de fobias y atavismos que se han ido integrando a mi conducta, como ese sentimiento de ansiedad que suele acometerme cuando veo a los personajes de alguna película hablarse a tres centímetros de la boca del otro. De pronto me parece tan extraño como descabellado ver a la gente hacer como si nada lo que yo solía hacer un par de años atrás, como plantarle un beso en la mejilla a alguien a quien recién te presentaron. Pues si en quienes conoces ya no puedes confiar –a saber si se cuidan como dicen, porque ninguno acepta lo contrario– sólo falta que vengas a intercambiar alientos con gente que no sabes dónde vive, ni con quiénes convive, ahora que menudean los asintomáticos.
Releo entero el párrafo anterior y me pregunto, apelando a quien fui antes del encierro, cómo es que me habitué a esta pesadilla. ¿Será porque el final sigue sin asomarse o porque ya me temo que de cualquier manera nunca más volveremos a ser esos desenfadados que un día fuimos? No en balde contrajimos irremediablemente toda suerte de ascos, miedos y resquemores que las puras vacunas no van a erradicar. Sabemos, por lo pronto, que mantenerse lejos de los otros es un modo eficaz de evitarse las gripes, aun si también con ello se ahorra uno cantidad de vivencias, placeres y emociones que bien habrían valido tres bronquitis agudas. O eso al menos solía uno pensar, cuando el aliento ajeno no le hacía sentir encañonado.
Ahora bien, si frente a la pantalla siento una grima estúpida de mirar a la gente hablarse tan de cerca, hay que ver la parálisis que toma posesión de mi espinazo cada que un homo sapiens, desconocido o no, se me arrima sin taparse la jeta. Es fácil ser empático cuando no has de lidiar con miedo, paranoia, incertidumbre, histeria, desesperación, inconsecuencia, inmadurez, irresponsabilidad y demás actitudes que se han vuelto moneda corriente en nuestro trato diario con el prójimo. No ignoro que hay amigos que últimamente me ven con piedad, y lo sé porque están correspondidos. Cada uno tenemos nuestra idea personal sobre el modo de vida que la ciencia aconseja en tiempos de pandemia, y por ello tememos que quien lo ve distinto exagera en uno u otro sentido.
Víctimas del covid no son, pues, solamente quienes lo contrajeron, sino de paso el resto de quienes aprendimos a la fuerza a seguirnos moviendo por la vida como si recorriéramos algún quirófano, preguntándonos a cada minuto si habremos hecho méritos bastantes para absorber y compartir el virus. Nada sé, por supuesto, de epidemiología, pero mientras acabo de enterarme en qué clase de bicho desconfiado y huidizo me habré convertido de aquí a un nuevo par de años, cuento con la vacuna, el cubrebocas y el sano repelús que experimento frente a la cercanía de quien sea para aspirar a alguna clase de futuro. No es lo que uno soñó, pero puede que baste para quien se ha propuesto la tímida encomienda de sobrevivir.
Este artículo fue publicado en Milenio el 22 de enero 2022, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
Foto: