¿“Felices fiestas” o “Feliz Navidad”? Me topé hace unos días con varias discusiones bizantinas en torno a este dilema por lo visto sensible y acuciante. Ocurre así que hasta quien se ha propuesto felicitarte ha de hacerlo con pinzas, no sea que sus palabras pudieran parecer groseras, insensatas o inexactas, y a la postre resulten afrentas antes que parabienes. Uno querría creer que lo más importante del mensaje tiene que ver con su sinceridad, pero quienes se toman esto en serio insisten en jalarle las orejas para que emplee una fórmula y evite las demás. ¿Quién le dice que no va a tropezarse con un acomplejado furibundo?
Tiendo, siempre que puedo y por salud mental, a pensar lo mejor de quien habla conmigo, así que doy hecho que harán igual. Si llegara a escucharle alguna frase fuera de lugar, o incluso eventualmente me temiera insultado, pensaría en principio que entendí algo mal, o que quizá no fue eso lo que quiso decirme. Debe de ser odioso y extenuante pasar la vida hablando a la defensiva, cual si viviera uno rodeado de gentuza mezquina y resentida que sólo espera oírle tropezar con alguna posible ambigüedad para hallar sus palabras sintomáticas de las peores infamias. A menudo sucede entre quienes compiten por la fama de gente justa y buena, cuyo mutuo recelo es comparable al de los presidiarios de reciente ingreso. Se diría que saben con quién tratan.
Correctores y jueces espontáneos señalan la importancia de no ofender a quien ha de escucharte, pero poco reparan en la majadería recurrente de corregir a quien no lo ha pedido, ni necesariamente se equivoca, ni le ha dado el derecho a reeducarle a su gusto y capricho. Pocas interrupciones hay tan antipáticas como la del perpetuo corrector de estilo; no se diga si intenta censurarte a partir de unas cuantas certezas puritanas que exigen mucho más respeto del que ofrecen.
No diré que jamás haya experimentado las ansias de poner en su lugar a más de un hablador desaprensivo, pero al fin es así que la gente se deja conocer. Si he de elegir entre que los canallas profieran canalladas o aprendan a ocultarse tras unas cuantas fórmulas socialmente impecables, prefiero que se exhiban sin pudor, y entonces sí saber de quién cuidarme. ¿Quién, sino un fariseo de tiempo completo, vive para decirnos únicamente aquello que deseamos oír? ¿No convendría cuidarse, en todo caso, de quienes cuidan sus palabras de más? Valga decir, si así está la mazmorra, ¿cómo andarán los monstruos?
Aun cuando se contiene o recompone, la gente dice siempre más de lo que creyó decir. No hay forma de evitar que el cuerpo exprese aquello que los labios buscan disimular, ni que hasta las palabras más anodinas delaten sentimientos soterrados. Hay sonrisas que dan vida a una fórmula y fórmulas que quitan la sonrisa. Y si se me ha salido desearle una feliz Navidad a mi amiga judía, porque pifias como esas son pan de cada día para los distraídos, espero se lo tome con el gusto que a su vez me daría si me deseara un feliz Janucá. Es decir, sin complejos. Con generosidad y humor ligero, dos ingredientes de primera mano para tornar amable cualquier conversación.
Pensándolo otra vez, amarga Navidad sería la mía si permitiera que la religión, la ideología o las culpas ajenas se metieran con ella. Puesto que estos son tiempos de concordia, y si eso no es mentira asumo que es perfectamente inmaterial lo que celebre o no celebre cada cual. Vamos, que ando de buenas y asumo con candor irreductible que mis congéneres –fetichismos aparte– están un poco en la misma frecuencia y no me juzgarán cuando meta la pata o deje ver alguna tara impresentable. Y si al fin lo que buscan es juzgarme con la mayor dureza porque no pueden verme ni pintado, dudo que necesiten de mis palabras para eso.
Merry Christmas, anyway.
Este artículo fue publicado en Milenio el 25 de diciembre 2021, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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