Suele ser en la infancia cuando uno aprende a amar u odiar la Navidad. Eso de reencontrarse con toda-la-familia en una misma noche no necesariamente alegra el alma, y en ciertas ocasiones desemboca en suplicio inconfesable. Porque ni modo de decir lo que piensas justamente cuando el resto del mundo se esmera en agradar a sus congéneres. Y menos si eres niño y estás entre parientes quisquillosos que se aburren igual o más que tú pero lo disimulan con el estoicismo que por lo visto da la madurez.
Tengo para mí que las navidades son para los niños. Vacaciones, juguetes, golosinas, foquitos, piñatas, todo menos la cena navideña parecería planeado a su medida. Siempre envidié a esa gente contenta y sonrosada que aparecía en la televisión disfrutando la cena familiar, que en mi caso operaba como purga y castigo, no bien daban las nueve de la noche y había que estar en casa del abuelo: un señor irascible, tozudo y vocinglero para quien los menores de veinte años debían estarse quietos y callados, so pena de soplarse sus gritos destemplados. “¡Míralo, tú, baboso!”, estallaba sin más por quítame estas pajas. Todo era feo y viejo en esa casa, donde para empezar nadie ponía música, ni por supuesto se atrevía a cantar, y flotaba en el aire una animadversión multidireccional entre primos, concuñas y hasta hermanos, misma que horas después, de regreso al hogar, era la comidilla de mis papás (que claramente tampoco gozaban de aquella cita ingrata, si bien no había modo de suprimirla).
Al abuelo se le saltaban los ojos siempre que hacía un coraje –o sea a cada rato– y tenía en el izquierdo una gran catarata: esa combinación de espantos paralelos bastaba para echar a la basura lo que quedaba de tu Navidad, pero incluso si nadie te encajaba las córneas por el pecado de significarte, era seguro que al servirse la cena pagarías el resto del peaje navideño. Previamente entrenado por mi madre para deglutir bodrios agusanados y sin falta enunciar “gracias, tía, todo estuvo muy rico”, daba cuenta de cada bocado con la vista clavada en el mantel, evitando los gestos elocuentes mientras hacía de tripas corazón y en momentos cruzaba miradas con mis padres, que igual me sonreían para conmiserarse y muy probablemente a la salida despotricarían por el pavo rancio, el café en tazas sucias o los turrones del año antepasado. Recuerdo uno entre tantos comentarios: “¿Te fijaste que el vino sabía a pipí?”.
La revancha llegaba después del postre, cuando al fin los adultos nos soltaban y me iba con los primos a un cuartito donde podíamos jugar, en la medida que no hiciéramos ruido. Peleaban con frecuencia, porque la mayoría tenía la desgracia de verse en esa casa cada semana, pero al fin acababan entendiéndose para hacer una que otra travesura que el abuelo descubriría ya demasiado tarde y de poco le serviría denunciar. Hablaban pestes de él, así como de ciertos tíos o tías cuyos hijos no andaban por ahí. “¿Cómo te cae mi abuelo?”, me preguntaron unas cuantas veces y para su sorpresa respondí que muy bien. ¿O es que iba uno a confiar en esas alimañas con la coartada de la Navidad?
Mentiría si dijera que la época navideña no me hace más amable con el prójimo, incluso más contento en general. Todo va bien, de hecho, hasta que llega el día 24 y muy temprano empiezo a echarme en cara no haber planeado a tiempo un viaje a cualquier parte donde no haya esa cena anticlimática que hasta el día de hoy no logro mejorar, incluso sin parientes enfadosos. Somos, al fin, quienes un día fuimos, y muchos aún seguimos aburridos mirando hacia el mantel, como ve el niño el techo a media misa. Porque hay partes de ti que nunca maduraron y les da por sufrir en Navidad.
Este artículo fue publicado en Milenio el 18 de diciembre 2021, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
Foto:
https://www.gq.com.mx/bon-vivant/gourmet/articulos/cenas-navidenas-a-domicilio-en-el-df/7225