Los exaltados

Están en todas partes, no tanto por su número como por su estridencia. Suelen ser obsesivos, categóricos y monotemáticos, amén de criticones y sentenciosos. Llevan con ellos una trinchera invisible, más allá de la cual sólo hay lugar para sus enemigos imaginarios. Machistas patológicos, se enorgullecen de su rigidez y asocian el menor amago de flexibilidad con sodomía pasiva. Si han de mudar postura, se correrán aún más hacia el extremo, puesto que entre su polo y el opuesto no creen que exista vida inteligente. Más allá del escarnio machacón –empleado a modo de arma arrojadiza, como en las barras bravas futboleras– carecen de sentido del humor y se dan fácilmente por ofendidos. Huelga decir que su mayor patrimonio es la indignación y esa sí nunca nadie podrá arrebatárselas.

Según el diccionario, exaltado es aquel que “se deja arrebatar de una pasión, perdiendo la moderación y la calma”. Una actitud común en los deportes, incluso muy simpática cuando se trata de sumarse al juego y darle la importancia que la ocasión exige. No puede uno decir lo mismo, sin embargo, de cierta clase de hincha permanente que vive presa de la rivalidad entre su equipo y todos los demás, al extremo de creer que solamente sus correligionarios son dignos de contar con su amistad. Ya sé que suena idiota, pero ocurre. Y no es menos idiota la exaltación cuando invade otros ámbitos en teoría más serios que el deporte.

Al exaltado no le enorgullece estarlo, sino serlo. La mera idea de mostrarse débil o ser visto como conciliador le escarnece cual piquete en el culo, pues le empuja a temerse despreciado por otros militantes de la exaltación que en la práctica son sus policías y compiten por ser o parecer siempre más radicales. Nadie duda que odian al enemigo, porque ellos no se cansan de repetirlo, si bien suelen ser cracks del fuego amigo y clientes frecuentes de la paranoia. En caso de zozobra, encuentran sin demora diez traidores debajo del tapete y experimentan cierta recompensa al conjugar en primera persona el verbo “denunciar”.

Si yo fuera uno de ellos y leyera estas líneas, concluiría al instante –cosa muy fácil para un exaltado– que se refieren a mis enemigos. Y si ocurre que en algo me parezco a ellos, o llegué a hacer el mismo daño que ellos, será porque no tuve otro remedio que ponerme a su altura. Y si lo sé y lo digo es porque a toda hora pienso en ellos, y porque una obsesión de ese calibre me hace naturalmente capaz de extrapolarla a cualquier otro tema. No importa de lo que hablen los demás, siempre hallaré algún hueco para torcerles la conversación y pintar una raya entre los dos extremos de los que a mi entender consta este mundo. Una vez entregado a desenmascarar a mis antípodas, los hallaré dondequiera que vaya, a partir de los más estúpidos indicios. Que son precisamente los que están a la orilla del razonamiento, ahí donde al exaltado le abundan los recursos para imponer la gritería sobre el pensamiento. Por eso sus denuncias suenan a confesión, sus amigos resultan enemigos y son almas gemelas de sus contrarios. Tendrían que abrazarse, si supieran la falta que se hacen.

El gran problema con los exaltados es que la mayoría no lo somos, y menos aún tenemos la obligación de reducir el mundo a dos puros colores sin tonos intermedios. Suelen ser los tiranos y los curas quienes así extorsionan a sus víctimas, pero somos legión los indecisos que no compramos ideas en paquete, ni exigimos que vengan bendecidas por nadie, ni comulgamos con extremo alguno, por más que los gritones de una y otra capilla nos acusen de estar con sus dizque contrarios. Dios o el diablo, esas son sus opciones. Nada raro es que vivan en el infierno y quieran desquitarse llevándonos allá. Falta que nos dejemos, eso sí.

Este artículo fue publicado en Milenio el 11 de diciembre 2021, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

Foto:

AFP

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