Cuando la excepción es la regla

“¿Y no habría manera de hacer una excepción…?”. Conocemos de sobra la pregunta, tanto como lo retorcido de su sintaxis, puesto que al formularla se trata de poner más o menos en claro que no está uno diciendo lo que está diciendo, y menos aún haciendo una propuesta que eventualmente sonaría turbia. Preguntar cómo darle la vuelta a ciertas cláusulas supondría un gran descaro de tu parte, pero si lo conjugas en pospretérito la falta se atenúa hasta pasar por mera candidez. No hay manera, se entiende, pero podría haberla en cierta situación claramente hipotética, si es que La Autoridad tuviese a bien considerarlo así.

Ante una petición tan evidentemente fuera de lugar (aunque también amable y respetuosa), La Autoridad asume su papel aduciendo que debe hacer valer la regla y no está autorizada para hacer excepciones, pero sabes que si eso fuera cierto lo diría en un tono firme y lacónico, en vez de abrir la puerta a una conversación tan amigable que no tarda en hacerse negociación, ahí donde las excepciones resultan en tal modo frecuentes que muy poco les queda de excepcional y llamarlas así mueve a la risa. ¿Y no es cierto que luego, cuando seamos objeto de la falsa excepción –esto es, beneficiarios de la trampa–, soltaremos alguna risotada triunfante en honor a la argucia que nos ha permitido darle vuelta a la regla?

Nada hay tan complicado como ser inflexible donde las excepciones son la regla. Peca uno por lo visto de antipático cuando aplica una regla a rajatabla, y ha de justificar su celo cumplidor como si cometiese una canallada. “¿Qué te cuesta?”, respinga el afectado, ya sin la sutileza del pospretérito y a medio paso de la indignación porque cómo es posible que no quieran escuchar las razones que le hacen objeto natural de una excepción. Una cosa de nada, por supuesto. “Sólo por esta vez…”, suplica todavía, con un guiño entre cómplice y desamparado, y como no consiga conmoverle se declarará víctima de un atropello. ¿Cómo se atreve, pues, La Autoridad a negarle el sagrado derecho a la excepción?

La gran mayoría de los mexicanos perdimos muy temprano la cuenta de las excepciones que desde años tempranos disfrutamos, así como los costos vergonzosos en que no pocas veces hemos incurrido para hacerlas posibles. En cuestiones de tránsito, para no ir más lejos, la auténtica excepción consistiría en que La Autoridad se limitara a aplicar el reglamento, para segura furia de los infractores y extrañeza de sus demás colegas cuyo mayor negocio consiste en eximir al transgresor sólo-por-esta-vez. O sea cada vez que se le ofrezca. Pero si esto parece inofensivo, no está de más mirar las estadísticas de robos, secuestros y homicidios, donde lo excepcional sería que los culpables fueran a la cárcel, porque el noventa y pico por ciento de estos crímenes nunca son castigados, y buena parte de ellos ni siquiera llegan a investigarse.

Suele complacer mucho a La Autoridad que uno llame “excepción” a lo que es una práctica consuetudinaria, al extremo de estar ya tarifada, toda vez que ello es parte de la pantomima que consiste en citar leyes y reglamentos para mejor pasárselos por la entrepierna. Cuando llegue la hora de rendir cuentas por el caos reinante, dirán los responsables –valga el eufemismo– que se trata de meras excepciones, ocurrencias aisladas que no pueden preverse ni erradicarse.

En el país de las excepciones basta con que cualquiera se salte impunemente alguna tranca para que todo el mundo se mire autorizado a hacer lo propio. La justicia no está ya en castigar la falta, sino en dejar que todos la cometan y llamarle “excepción” por cuestiones de ornato y cortesía. Ya podrá cacarear La Autoridad toda suerte de nuevas medidas y rigores, que entre tantas y tan mimadas excepciones no queda ley que valga ni quien ose aplicarla.

Este artículo fue publicado en Milenio el 20 de noviembre 2021, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

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