El personaje está tres o cuatro escalones debajo de nosotros, al lado de su esposa, en el segundo sitio de la fila donde esperamos a que se nos asigne una mesa para desayunar. Se diría que luce despreocupado –al fin a eso vinimos todos a la playa– pero si se lo ve con atención no es difícil notar que está fingiendo. Como todos nosotros, formados y distantes, la señora obedece al aviso que cuelga justo delante suyo: “Uso de cubrebocas obligatorio”. Pero el marido lo trae en la mano y mira hacia otro lado, eludiendo el contacto visual con quienes ya advirtió que lo observamos, al modo de una estrella de la farándula que pretende ignorar su notoriedad.
—Perdón —intervengo, agitando una mano delante de sus ojos: —¿Sería tan amable de ponerse el cubrebocas?
El tipo se lo calza de mala gana, arruga el entrecejo y un instante más tarde se vuelve a descubrir boca y nariz, al tiempo que me observa de soslayo con una mueca entre burlona y retadora. Luego mira hacia el techo y refuerza su falsa despreocupación tomando el cubrebocas con el índice y jugando con él al rehilete. Mientras esto sucede, van y vienen delante de nosotros empleadas y meseros, con la cara cubierta y el uniforme encima, a buen seguro víctimas de un sofoco que no tienen manera de remediar. Pero si al hombre no le da vergüenza que hasta su misma esposa lo exhiba sin palabras como un patán estúpido y desaprensivo, ¿por qué iba a interesarle lo que puedan pensar empleados y turistas de su chulería?
Encuentro, sin embargo, que el sujeto nos presta demasiada atención. Es uno de esos tantos señores inestables que se ven precisados a exhibir su “dureza” ante propios y extraños, y más aún delante de su esposa. Necesita decirle a quien lo mire que se manda solo y ninguna mujer va a venir a decirle lo que tiene que hacer. Igual que el legendario vaquero de Marlboro, puede estarse muriendo de enfisema y al propio tiempo echando orondas bocanadas de tabaco quemado en honor a sus gónadas bien puestas. Sólo que en este caso no es tanto su salud, como la de los otros, lo que ostensiblemente le viene guango. El mensaje es muy claro: “Jódanse ustedes, que no somos iguales”.
Me pongo en el pellejo de la pobre anfitriona que tiene que llevar a gente así a su mesa, por un sueldo difícilmente superior al importe de un par de noches de hospedaje. ¿Y qué tal la señora que pasa la mañana friendo huevos y haciendo quesadillas, encerrada tras un comal humeante con delantal y cubrebocas puestos, mientras nosotros vamos y venimos en bermudas, sandalias y camiseta? ¿Qué pensará de aquellos mequetrefes urgidos de exhibir su autonomía boba y mentirosa? El peor papel, no obstante, es el de las esposas, que día tras día deben cargar con los complejos de quienes se desviven por presumir que son más fuertes que ellas.
No lo son, por supuesto. De hecho, su exhibición demuestra exactamente lo contrario. “¡Mira, mamá, sin manos!”, decía el niño del chiste de la bicicleta, apenas antes de quedarse sin dientes. Se entiende que en la infancia quiera uno defenderse de la opinión ajena mostrándose valiente a cualquier precio, como también se espera que al paso de los años supere esos temores ñoños y pusilánimes, pero hay quienes transfieren la mamitis a sus cónyuges y buscan deslumbrarlas a chaleco, so pena de mirarse disminuidos y reaccionar como un eunuco furibundo.
¿Qué se hace en estos casos? Nada, evidentemente. Antes se irá por siempre la pandemia que la inseguridad escandalosa de todos esos machos de pacotilla a quienes tanto afrenta su fragilidad, ya que contra esa tara no hay vacuna que valga. Pobres de quienes tengan que aguantarlos, porque suya será la pena de vivir bajo el yugo asqueroso de un hombrecillo esclavo de sus miedos.
Este artículo fue publicado en Milenio el 13 de noviembre 2021, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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