Las tijeras oficiosas

Nadie ha solicitado su atención, pero ellos la prodigan con celo de alguacil. No parecen tener mejor oficio que el de fiscalizar las palabras ajenas, en busca de la más pequeña falta a sus muy personales códigos de conciencia y conducta. Tan sensible es su ímpetu inquisidor, y tan corta la mecha de su indignación, que no solo no pueden soportar que uno diga lo que le da la gana como mejor le cuadre, sino además levantan el dedo acusador para apelar al odio solidario de quienes, igual que ellos, buscan resarcimiento a sus insuficiencias en la denuncia de los diferentes.

Abrimos cuentas en las redes sociales buscando afinidades antes que diferencias, pero son estas últimas las que hacen ruido y hay quienes no toleran su presencia. Necesitan inspeccionar nuestras palabras —especialmente si no pensamos como ellos— así como la forma, el tono y el contexto en que las expresamos, de modo que al primer amago de desliz se nos vayan encima con regaños airados y violentos que parecen cobrarse afrentas personales antiquísimas. Que esto suceda entre perfectos extraños da cuenta del tamaño del absurdo y la profundidad del atropello. Es uno responsable de lo que ha dicho ahí, no hace falta que venga un censor amateur a enmendarle la plana de acuerdo a sus humores, límites y creencias particulares.

Ya sea que lo haga a sueldo o por deporte, quien ejerce el oficio de censor entiende poco o nada de ironía, sutileza o sentido del humor. No le interesa tanto descubrir qué es lo que uno se propuso decir como de qué maneras podría interpretarse, y éstas son potencialmente infinitas. Pero tampoco es que le sobre el tiempo, ni que su examen sea muy puntilloso, de modo que a menudo sus severas denuncias son fruto de prejuicio, ligereza, ignorancia o simple mala leche. Bien lo decía Wilde, lanzamos las condenas morales contra quienes nos desagradan en particular: gente cuyas palabras solo serán oídas desde el ángulo exacto para encontrarlas pérfidas e inadmisibles.

Eso sí, a diferencia del censor profesional, cuyo trabajo peca de monótono y poco remunerador, quienes lo hacen por hobby, compulsión o desfogue suelen ser empeñosos e incansables. Como esas viejecitas regañonas que solían reconvenir de motu proprio a los niños malcriados en la iglesia, nuestros supervisores no solicitados tiemblan de enfado y ansia represora nada más su radar les dice que dijimos lo que hallan indecible, o empleamos por ahí cierta palabra que les suena raro, de un modo que nos hace sospechosos de trasgredir su idea del decoro. El punto, en todo caso, es descalificar a quien no ve las cosas desde su mismo ángulo. ¿Cómo me atrevo a dar una opinión en un tema del cual no soy experto? ¿Por qué encuentro gracioso lo que para ellos es cosa muy seria? ¿Me doy acaso cuenta del canalla que soy, desde su perspectiva cuajada de complejos y resentimientos?

Mal puede uno contar entre sus enemigos al gaznápiro anónimo que ha malinterpretado sus palabras y ya le avienta encima una jauría de fieras linchadoras. El odio ciego es un hijo bastardo de la perversidad y la estupidez: no porque seas su blanco te vas a convertir en su impulsor. ¿Cómo saber si quien ha echado pestes en tu contra es en verdad tu antípoda, o si hay entre los dos afinidades capaces de amistarles en la vida real? ¿Bastaría con esa posibilidad para autocensurarte en adelante, de manera que a nadie puedas incomodar con tus palabras?

La desgracia de los censores amateurs es que no hay forma de satisfacerles. Pues son ellos, al fin, los del problema. Igual que pueblerinos persignados, se escandalizan, juzgan y sentencian a la velocidad de un estornudo, sin el menor asomo de titubeo porque viven cargados de razón y encuentran recompensa y legitimidad en censurar las palabras del prójimo. Pero peor estaría uno, finalmente, si al cabo les hiciera el menor caso.

Este artículo fue publicado en Milenio el 09 de octubre 2021, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

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