Parece que hoy en día todo el mundo puja por quedar bien con todo el mundo. No es que estemos de acuerdo en realidad, sino que así nos toca pretenderlo por estricta coreografía social. Flota en el aire un miedo a la disensión que a muchos les empuja a celebrar de dientes para afuera las ideas más absurdas y retrógradas, por no arriesgarse a dar la nota discordante y enfrentar las nefastas consecuencias de externar opiniones nunca solicitadas.
Al quedabién ninguna verdad le alcanza. Necesita impostar y exagerar, cuando no abiertamente mentir y falsear, para sentir que cumple con lo que se figura que se espera de él. Ya sea porque tiene una imagen muy flaca o muy hinchada de sus méritos, necesita brillar a cada instante y para ello no encuentra otro camino que coincidir contigo —y en realidad con todos los demás— en cuantos temas salten a la cháchara. Lo cual, por cierto, suele ser muy notorio, a veces demasiado, pero ahí donde nadie dice “esta boca es mía” lo que toca es la reciprocidad. A quién le va a importar lo que uno piense, cuando ya dijo lo que le tocaba.
En el lenguaje de los quedabién, las imbecilidades más conspicuas suelen ser “respetables”, “curiosas” o “distintas”. Ya puede uno montar un ridículo a escala intergaláctica que sus sonrisas seguirán allí, como meros elementos de ornato, mientras dan con alguna premisa chatarra para elogiar el esperpento en curso. La idea, en todo caso, es evitar la concreción a como dé lugar. Verlo todo de lejos y por encimita, o por lo menos así pretenderlo, para no tener duda de haber quedado bien. Esto es, de haber mentido con generosidad y ligereza.
Esforzarse por quedar bien con todos, en todo momento, es una forma extrema de soledad. No hay cómo relajarse del miedo permanente a la insuficiencia, ni puede uno saber en qué instante ha cruzado la raya de la ignominia. Cuesta mucho trabajo ver con simpatía, o siquiera indulgencia, a quien constantemente se esfuerza demasiado por sonar agradable a su auditorio. Pues no solo está lejos de lucirse, sino además exhibe varios de sus complejos menos presentables, y para colmo lo hace con estrépito, pues en el fondo cree que despliega graciosa majestad.
Por alguna razón que quizá se remonta a las viejas tertulias pueblerinas, los quedabién asumen la artificialidad como una suerte de prestancia instantánea. No faltan, por ejemplo, quienes ponen el total de su empeño en clonar una forma de pronunciación, para brillar así ante los locales y tratar de codearse con los fuereños. El resultado suele ser el opuesto, aunque nunca se entere el apestado (que de cualquier manera jamás querrá enterarse). Vamos, el espectáculo resulta doloroso, por más que de momento cause risa, extrañeza y cierta antipatía natural: esa que nos provoca quien se empeña grotescamente en suplantarse.
Hace no muchas horas vi una de estas escenas, viralizada por las redes sociales, y aún conservo fresco el repelús. En él aparecía la embajadora de México ante Reino Unido, flanqueada por sendas banderas, hablando un inglés en tal modo británico que en principio creí que era alguna parodia estilo Monty Python. Un inglés afectado y caricaturesco, adornado por una sonrisa lo bastante empalagosa para magnificar la irrealidad total del numerito. Traté de verlo entero dos, tres, cinco veces, pero una y otra apagaba el teléfono presa de una vergüenza tan contagiosa como insoportable. ¿Sería que no hubo un alma caritativa capaz de hacerle ver a la muy cándida que estaba haciendo humor involuntario? ¿Y ella en qué mundo vive, que no se da cuenta? ¿Seré yo el que está mal, en una de éstas?
A como van las cosas, no descarto que de aquí a pocos años los quedabién se adueñen del planeta y lo que hoy es grotesco mañana sea elegante. La honestidad, supongo, quedará como cosa de rufianes.
Este artículo fue publicado en Milenio el 04 de septiembre de 2021, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
Foto: