Existe, entre valiente y valentón, un escarpado trecho de vanidad. Los valentones se piensan mirados, y de hecho admirados, tanto que experimentan el prurito constante de demostrar que son todo lo que suponen que creemos que son. Igual que los valientes, no suelen tener miedo a jugarse la vida, mientras haya testigos a la vista. Por alguna razón muy poco razonable, asumen desde lo alto de su ego desafiado que despreciar la vida de manera ostensible los hace superiores a sus congéneres. Nada de raro tiene que el valentón te mire por encima del hombro, si ante sus cacareadas osadías somos todos gallinas vergonzantes.
No siempre se distinguen las fronteras entre la vanidad y el miedo al qué dirán. El problema de ser un valentón es tener que vivir cada momento a la altura de una autoestima inflada por la coquetería, aunque abundan también quienes eventualmente se hacen valentones por miedo a ser tildados de cobardes. Suena infantil, y sin duda lo es, ¿pero quién no se vuelve un poco niño a la hora de treparse en una moto?
Escribe estas palabras quien ha sido un motociclista solitario. Condición que en diversas oportunidades me permitió el torcido privilegio de jugarme la vida sin que nadie tuviera que enterarse, si bien fue aún más útil para entender que todos los vehículos eran un poco adversarios mortales y mi única misión era sobrevivir a la ferocidad del tráfico chilango. A bordo de una moto no puedes esperar que te respeten, o te cedan el paso, o siquiera te vean. Aprendes a luchar en desventaja y sabes que no puedes distraerte. Para ti no hay paisaje, ni anuncios, ni ligue ocasional. Aun parado delante del semáforo, la probable llegada de un ladrón te tiene vigilando los cuatro flancos.
Envidia uno de pronto, desde su selva urbana, a esas tribus de bikers que van rodando por la carretera sin más deleite que el de la libertad y sin la menor prisa por demostrar nada, tanto como le teme al valentón de fin de semana: ese mortífero fantoche diletante que considera su moto un juguete y no cree necesario dominarla antes de impresionar a su público. Se les ve cada sábado y domingo, inmersos en una persecución desquiciada donde coches, camiones y otras motos son obstáculos de escasa importancia en la gesta suprema de demostrar que son osados e inmortales. ¿Más hombres, por lo tanto? ¿Mejor dotados que aquellos amigos a los que el puro casco ha vuelto ya adversarios?
Hay un torneo fálico en marcha cada vez que una tribu de valentones motorizados toma la carretera. No bien logran sentirse empoderados por 600, 750 o mil y pico centímetros cúbicos entre las piernas, asumen poco menos que automáticamente la encomienda de mostrarse a la altura del momento. Me dijo alguna vez un hombre sabio que “las armas son pendejas en manos de los peligrosos”, y algo muy similar ocurre con las motos. No existen límites para quien va en dos ruedas, cabe en todos los huecos, puede ir siempre más rápido que todos y ya la vanidad le ha independizado de la inteligencia.
Solo una vez me caí de la moto. Era una noche de domingo en Insurgentes Sur, recién me había unido a un grupo de varios cientos de motociclistas y gozaba con ellos de la avenida entera. Los automovilistas nos miraban pasar como súbita plaga de langosta y eso te daba cierta sensación de superioridad y revancha. Cuando menos pensé, ya venía acelerando como un imbécil para alcanzar a los de adelante. Y terminé embarrado en la banqueta. No soy quien, por lo tanto, para despotricar contra esos valentones acomplejados, torpes y bisoños que ya desde hace décadas son el terror de la México-Cuernavaca. Básteme con decir que su problema no es ajeno a la tara mayor de este país: esa obsesión idiota y patológica por acreditar quién la tiene más grande.
Este artículo fue publicado en Milenio el 21 de agosto de 2021, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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