Nadie puede esperar sensatamente que sea fácil pelear contra la adversidad, pero al cabo uno aprende y eventualmente crece a su pesar. ¿Tendría que estar tronándome los dedos de solo imaginar los probables alcances de la variante delta del covid, y acaso concluyendo que el fin del mundo debe de estar cerca? ¿Es que todo lo bueno está allá afuera y en mi espacio no hay nada digno de rescatarse? Yo diría que ocurre justamente lo opuesto: en la medida que uno se alejó de lo que aún llamamos civilización, se han abierto como nunca antes las oportunidades de este otro lado de la realidad. En diecisiete meses hemos recuperado buena parte de los espacios íntimos que la diaria premura nos había arrebatado. Corren tiempos de sano individualismo.
Conozco las airadas objeciones a la línea inmediata anterior. Quieren los corifeos del colectivismo que se vea a los individualistas como meros canallas egocéntricos, desdeñosos e insensibles, igual que en otros tiempos —o aún hoy en otras partes— los clérigos eran ricos en invectivas y condenas para los librepensadores. Según el diccionario, el individualista es un sujeto que tiende “a pensar y obrar con independencia de los demás, o sin sujetarse a normas generales”, y por tanto defiende “la autonomía y supremacía de los derechos del individuo frente a los de la sociedad y el Estado”. Si hiciera falta hallar un monstruo allí, está al mero final de la definición y su nombre comienza con E.
No imagino a qué clase de “normas generales” querría uno sujetarse en un país donde la salud de los individuos vale muy poco frente a las prioridades del Estado, hoy día tan caprichosas, sordas e incongruentes como los idólatras del rebaño dicen que somos los individualistas. Tal como ha sucedido en otras catástrofes, la realidad comprueba la fuerza creadora del individuo frente a la esclerosis defensiva del Estado. Si a ellos los desvela el control y manejo de las masas, lo nuestro es defendernos de ese asedio porque no somos masa, sino individuos. Nada tiene que hacer el Estado en mi casa, menos aún dentro de mi conciencia (que es plenamente libre y, ella sí, soberana). Y aquí, donde ya ha muerto más de medio millón de individuos sin que el Estado tenga la elemental honestidad de acreditarlos, mal puede uno aceptar que le reclamen por pensar lo que piensa y ser lo que es. Solo esa fregadera nos faltaba.
Dentro de un calabozo le sobra a uno el tiempo para pensar “con independencia de los demás”, y lo mismo sucede cuando te aíslan en un hospital. ¿Y qué tal cuando pasan diecisiete meses y no puedes quitarte el cubrebocas, ni ir y venir por donde se te antoje, ni darle un beso a nadie que no duerma contigo? Sopesas lo que tienes, te acercas a la gente que te quiere, ves más hondo en los ojos de los perros y aquilatas cada una de tus habilidades, pero asimismo te hundes con frecuencia en los miedos que a todos nos estrujan. Tal es el subibaja del cautivo y para domeñarlo no hay más que forcejear con la conciencia: esa individualista incorregible.
La pesadilla del Estado omnímodo es que cada quien piense y obre por su cuenta. Mas si tanto se jacta el poder de su presunta soberanía, ¿cómo lo que es virtud en una institución ha de ser vicio entre los ciudadanos? ¿Habría que asumir que algunas soberanías son más soberanas que otras, o será que las grandes se comen a las chicas? En todo caso, habría que aceptar que en alguna medida todos estos meses han contribuido a hacernos soberanos más allá de discursos y engañifas. El mundo podrá estar desintegrándose, pero somos legión quienes hoy asumimos más y mejor nuestro particular lugar en él: prerrogativa de sobrevivientes. No sé, pues, cuánto hayamos ya perdido, pero por lo ganado nos felicito. Así, individualmente, con la soberanía por delante.
Este artículo fue publicado en Milenio el 31 de julio de 2021, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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