He cumplido setenta y dos semanas encerrado en un búnker con vista a la barranca y una calle vacía. No niego que al principio me resultara cómodo, y hasta contribuyera con mis amigos a hacer mofa de las supuestas ventajas de mi oficio. “Tú que eres escritor, no notarás el cambio”, se reían. “¡Envidia de amateur!”, contraatacaba yo, todavía convencido de las prerrogativas que podía arrebatarle al encierro forzoso. Muy pronto, sin embargo, aquel ingenuo orgullo presidiario se fue difuminando conforme crecía dentro un vago sentimiento de desolación, que a su vez mis amigos multiplicaban en cada llamada, a manera de espejos encontrados. Era como si el mundo se me fuera alejando, al tiempo que iba echando raíces la costumbre de hablar en copretérito.
Yo iba, yo tenía, yo creía. ¿Cómo no marchitarte cuando todo lo que haces se convierte de golpe en lo que hacías? Pocas angustias son tan ultrajantes para los encerrados como la ausencia de un tiempo presente, y tras ella un temor que cada día se va haciendo sospecha: ¿y si nada volviera a ser como antes? La idea de un futuro donde todos llevemos cubrebocas y nos miremos con recelo clínico parece espeluznante, aunque sin duda preferible aún a la de la extinción de nuestra especie.
Recuerdo cierta cárcel donde los visitantes debíamos pasar por la parte trasera de los calabozos: un muro de ladrillo con varios agujeros de los que colgaban, suspendidas por hilos de costura, algunas cajetillas de cerillos. Nada más escuchaban pasos sobre el asfalto, los presos castigados gemían desde el otro lado de la barda para que uno pusiera una moneda dentro de su cajita. A saber las ventajas irrisorias que esa triste morralla les daría allí dentro, pero al menos seguían en la lucha, tenían un presente que acreditar y una ventana a la cual apelar. Su cajita patética era prueba empeñosa de supervivencia.
Llevo dieciséis meses cavando agujeritos en el muro. No vayamos más lejos, estas líneas son una de esas perforaciones, a través de las cuales paso lista de presente en el mundo. Como si éste no fuera sino un hueco insondable al que uno envía todo cuanto produce y del cual a menudo recibe mercancía empaquetada con la que se pertrecha y alimenta. El pedido del súper. Las botellas de whisky. Los cables de repuesto. El trinche del jardín. Lo que al principio creíste un paréntesis se te va haciendo una novela rusa.
Hace meses que dejé de esperar el fin de la pandemia, y asimismo el regreso a la vida anterior. Me niego mientras tanto a hablar en copretérito. No está de más, por cierto, tener presente que en caso de crisis uno vale por su capacidad de adaptación. ¿De qué me sirve maldecir mi suerte porque hace nueve meses publiqué una novela y no me he dado el gusto elemental —yo diría alimenticio— de presentarla delante de una sola persona cuyos ojos me sea posible ver? ¿Por qué mejor no invierto esa energía en abrir un agujerito más en la pared que me separa del resto del mundo?
Llevo cinco semanas presentando mi libro —cuyo tema central tiene que ver con este oficio claustrofílico— en episodios de unos pocos minutos. Cada semana, mi querúbica esposa y yo montamos en la sala de la casa un estudio de producción que ha ido creciendo conforme lo permite una escarpada curva de aprendizaje que ha ido del iMovie al DaVinci Resolve, entre decenas de arcanos afines. Entre la grabación y la subida a YouTube median más de doce horas de quehacer absorbente y remunerador. Esto de abrir ventanas en el sótano tiene la gran ventaja de renovar el aire, amén de mejorar la vista que uno tiene del resto del mundo. Y al final el mensaje sigue siendo tan claro como el de los cautivos del calabozo. No nos hemos rendido, ni nos rendiremos.
Este artículo fue publicado en Milenio el 24 de julio de 2021, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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