Ya te vacunaron?” Cada día, a toda hora, la pregunta le da la vuelta al mundo. Es, por supuesto, incómoda para quien aún no sabe cuándo lo logrará, o por algún motivo no ha querido aplicársela. Lo sé porque hasta ayer tuve que resistir un tiroteo social que terminó por enfrentarme al espejo. ¿Sería que mis amigos ya me veían jeta de Hombre de Tepexpan, nada más porque no se me daba la gana seguirlos? “Vacúnate y nos vemos”, insistían.
Por supuesto que creo en las vacunas, así como confío ciegamente en incontables invenciones humanas de las cuales depende mi supervivencia, pero tampoco es que tuviera prisa por ser otra cobaya del gran experimento planetario —emprendido, por cierto, a toda prisa—. Perdón, pero hace tiempo que la especie humana me inspira una confianza limitada.
Nunca es lo mismo dar tu honesta opinión en torno a un tema médico en general que dejarte traspasar la epidermis por sabrá el diablo qué coctel de anticuerpos. Seguramente es un argumento pedestre, como tantos que ya han ido y venido en los tiempos del covid-19, pero tampoco ayuda comprobar que políticos y científicos tienden a confundir sus roles respectivos, y tanto unos como otros eluden la verdad, desde las cifras mismas, con la torpeza propia de un colegial. Y, sin embargo, a nadie convencí. ¿O sea que por eso no iba a ir a vacunarme? ¿Y no estaría, a todo esto, convencido de que la tierra es plana?
Tomé la decisión intempestivamente, con el chilango arrojo de quien llega al evento sin boleto y se dice que “ya Dios proveerá”. No me había registrado, claro estaba, y menos aún iba por mi segunda dosis —tal como el grueso de los convocados— pero ello no fue obstáculo para franquearme el paso. Tras dos filas muy breves, fui informado por una señora muy atenta del riesgo que asumía vacunándome allí: nadie me informará de una segunda dosis, tendré que buscar dónde aplican esa misma vacuna y, en cuentas resumidas, rascarme con mis uñas. Un instante más tarde llegó su superior —también amabilísimo— y abundó todavía sobre el tema “para ayudarme a decidir mejor”. Cuando menos pensé, ya estaba en el camino de la
inmunidad.
Imposible saber todo lo que has guardado en el morral después de tanto tiempo de encierro y paranoia. Se acostumbra uno a todo, hasta a la incertidumbre, pero una vez que la ve retirarse experimenta un alivio tan hondo como la angustia sorda que le precedió. No es que todo esté bien, ni que la inmunidad sea total, ni que vayas a hacer cuanto te venga en gana, pero cuando se acerca la enfermera, te pone enfrente el frasco para que verifiques su autenticidad y solicita que te alces la manga, hay un niño miedoso que da el salto hacia afuera y por primera vez en mucho tiempo sonríe con entera despreocupación. Un momento emotivo, aunque discreto, coronado por el piquete redentor que te quita de golpe el estatus de paria, y de paso la venda imaginaria que te impedía ver hacia adelante.
No sé qué me inyectaron, la verdad, pero si la sustancia es la mitad de buena que el equipo de gente que trabaja allí, cabe creer que todo saldrá bien. Uno de los efectos, ya supongo, es que me estoy tardando el doble del tiempo que normalmente toma esta columna, si bien conservo aún la euforia y la sonrisa que me trajo el piquete susodicho. A juzgar por el ánimo inmediato, sospecharía que fue vitamina B-12. Sumo a eso las sonrisas sorprendidas de mis seres queridos y no me queda más que contradecirme, porque en una ocasión tan entrañable tiene uno que creer en su cochina especie, o al menos concederle algún futuro. Hace un año, temí que este bicho maldito me dejaría huérfano; hoy soy hijo de otro hombre vacunado y contento. Déjenme que sonría como un bembo.
Este artículo fue publicado en Milenio el 03 de julio de 2021, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
Foto: