La moralidad, decía Oscar Wilde, es la actitud que adoptamos hacia la gente que personalmente nos desagrada. En ellos condenamos ipso facto lo que en otros hallamos perdonable, inocente o inclusive simpático. “¡No es lo mismo!”, respingaremos, si alguien nos lo reclama, puesto que más allá de datos y argumentos nos apoya una tirria tan profunda que no admite opiniones en sentido contrario. Quienquiera que defienda o trate de entender a quien ya hemos tachado de inmoral tendrá que ser su cómplice o su alma gemela. Y al infierno se irá, por cuanto a uno respecta.
Todos somos un poquito juzgones, cuando menos en grado de tentativa, pero hay quienes abusan del recurso, pues no solo les sirve para echar tierra fácil a ciertos malqueridos, sino de paso hacerse con la autoridad para seguir husmeando en las vidas ajenas. Y si es verdad que quien parte y comparte llevase la mejor parte, tan solo imaginemos la cantidad de fueros automáticos a que se hará acreedor quien reparte prestigios y ruinas morales según su lista personal de indeseables. Por algo son legión los juzgones de oficio y nunca acaban de pasar de moda.
Para los moralistas de ocasión —valga la redundancia, insistiría Wilde— el infierno en la Tierra es el descrédito. Una vez que tu nombre aparece en las listas del buró de crédito moral, quieren sus oficiosos administradores que nadie más se atreva a creer en ti. Que todas tus palabras sean basura y tu lengua destile nada más que ponzoña y a tu paso la gente se tape la nariz y le cubra los ojos a sus niños. Es una imagen cursi y anticuada, pero esta gente se la toma en serio. ¿Y cómo no, si esas serán las armas que habrán de usar para neutralizarte, de manera que nada de lo que digas pueda aspirar a ser tomado en cuenta? ¿Cómo van a querer discutir lo que sea, si les basta con descalificar la dudosa moral del adversario? ¿Pero por qué “dudosa”? Nomás porque ellos dicen, y si acaso respingas lo dirán de ti.
La palabra “juzgón” no es menos mexicana que el término “metiche”. Ambas, curiosamente, significan más o menos lo mismo. Mereces que te tachen de juzgón si metes la nariz en las vidas ajenas más allá de tu zona de incumbencia. La moral de los otros es territorio exótico para quienes no estamos equipados con un lector preciso del pensamiento. Y aun si pudieran todos escuchar claramente lo que pienso, no imagino qué harían para hacer suyas ciertas experiencias que me han llevado a ser como ahora soy, de manera que puedan ponerse en mi pellejo a la hora de absolverme o condenarme desde el púlpito ignoto de La Moralidad. ¿Y será que además podré conocer yo sus pensamientos, de manera que no nos quede duda de que quienes me juzgan son mejores que yo?
Hay en ciertos juzgones recalcitrantes una tara que invita al fanatismo: están seguros de ser objetivos allí donde no cabe la objetividad. Nos hablan de fantasmas, visiones y entelequias con una familiaridad tan demencial que ya solo nos queda seguirles la corriente o arriesgarnos a ser chamuscados por ella. Su moral —lo que por ella entienden, o juran entender— es la única doctrina concebible y solo sometiéndonos a ella podremos aspirar a eludir el rigor de sus condenas. A menos, eso sí, que cualquier día de éstos cometamos el crimen de caerles gordos.
Quien echa mano de juicios morales para neutralizar los argumentos del adversario no oculta que le apuesta su resto al golpe bajo. Ya sabe que hace trampa, pero está en desventaja y eso no lo soporta. Por eso apela a instancias intangibles, al tiempo que salpica tus palabras de estiércol y te dedica sus mejores ascos. Pero en fin, ¿quién te manda discutir con hipócritas?
Este artículo fue publicado en Milenio el 26 de junio de 2021, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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