Hasta donde recuerdo, siempre estuvo allí. “¡Alza tu tiradero!”, le repiten a uno desde la tierna infancia y no es que no obedezca, sino que nunca acaba. O que más se ha tardado en escombrar que en levantar un nuevo tiradero. Crece uno así habituado a ver el tiradero como suyo, pero el tiempo le enseña que sucede al revés. Es el desbarajuste el que manda y posee a quien se cree su dueño. Y así como se engaña suponiendo que tiene el despiporre bajo su control, nada difícil le resultará achacar a otras causas su propia dispersión. “Yo soy así”, decimos, con un orgullo bobo y derrotista, siempre que se nos pide que enmendemos cierto defecto antiguo con el que el conformismo nos encariñó.
No olvido el escritorio de Huberto Batis, allá en las oficinas del hoy extinto suplemento Sábado. A lo largo de quince retentivos años, los colaboradores vimos crecer una inmensa montaña de papeles interpuesta entre el hombre y sus visitas. “Mal de muchos, consuelo de tontos”, decían mis mayores, pero igual yo volvía de ver a Batis con la tranquilidad de saberme algo menos desordenado y la creencia fácil de que los escritores son así. ¿Cuántos libros, no obstante, habría escrito Batis, cuyo temperamento mercurial era famoso en toda la comarca, de no tener tamaña cordillera delante? ¿Y cuál sería el papel de aquel obvio desastre en su estabilidad emocional, proverbialmente frágil?
La gente minimiza, relativiza o niega la importancia de su tiradero para así no tener que levantarlo. “Trabajo en el jardín”, me gustaba jactarme, con tal de no admitir que apenas podía entrar en el chiquero que aún osaba llamar “oficina”. Cada día, los montes de papeles, cajas, libros, discos y trebejos me recordaban menos mi-regalada-gana, tan mentada, que el descalabro cuyo origen auténtico solo podía estar en la resignación. Asquerosa palabra, en realidad, por más que uno de pronto se pretenda orgulloso de no querer cambiar ni en su propio provecho. Porque no es que no quieras, sino que te da miedo. A saber la de triques y papeles que te atraparán, una vez que resuelvas plantarle cara al monstruo que creaste. “¿Qué pasa si después no vuelvo a ser el mismo?”.
Puede que lo supiera desde hace muchos años, pero tras quince meses de encierro riguroso hay urgencias que saltan a la vista y esperpentos de pronto intolerables. Tras un par de mañanas de contemplar sentado el gran desbarajuste, le supliqué a mi esposa —que estaba por viajar— una “pequeña” ayuda con los discos compactos. Tras aislar, sacudir y formar por orden alfabético algo más de mil 500 álbumes en riguroso trabajo de equipo, la vi partir lleno del ánimo épico de quien se alista a abandonarlo todo por lanzarse a pelear contra un viejo imposible.
Ya sé que suena chusco, pero cuesta creer la cantidad de mierda que se amontona en solo diecisiete años. Bien visto, aquello que en la casa se entendía como Mi Territorio era un caos insalubre donde yo especialmente carecía de la menor autoridad. ¿Cuántas cosas dejé para siempre pendientes entre ese muladar, con perdón de las mulas? ¿Qué paciencia debió de acopiar mi mujer para no descuajarse media cabellera? ¿Qué proyectos murieron sin haber ni nacido por mi soberbia estúpida y miedosa? Mucho se insulta uno en estos extenuantes menesteres, pero al menos le queda la certeza profunda de que, ahora sí, el tiradero es suyo. Y como tal desaparecerá, no faltaría más.
Me tomó quince días volver a ser persona. Había invertido en ello una porción tan grande de amor propio que no podía dar un paso atrás sin perderme totalmente el respeto. Lo que hasta el mes de mayo fue una porqueriza, con perdón de los puercos, es el lugar más mío que he conocido: la gran herencia de la cuarentena. Dentro de él, ahora sí, hago buena mi regalada gana. Quince meses de encierro: por esta vez no voy a quejarme.
Este artículo fue publicado en Milenio el 19 de junio de 2021, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.