Son ya más de las cuatro de la tarde del viernes y recién conseguí dejar la cama. No estaba holgazaneando, en realidad, aunque sería un exceso decir que trabajaba. En todo caso hacía cualquier cosa menos perder el tiempo, y de eso quiero hablar en estas líneas. Que me perdone la gente industriosa, pero este santo día lo he capitalizado mirando las semifinales masculinas de Roland Garros. Habrá seguramente quien se ría y me tache de flojo y caradura, pero después de ver y oír a Novak Djokovic y Rafael Nadal destazarse uno al otro con una enjundia sobrenatural, me queda la impresión de haber hecho un depósito jugoso en la cuenta de la fe en mí mismo, cuyo efecto resulta similar a la satisfacción por el deber cumplido.
Pensé en usar el término “gladiador”, viejo lugar común en el caso del tenis, pero los gladiadores solían ser esclavos y yo acabo de ver un regicidio. Cayó el Rey de la Arcilla, tras cuatro horas de guerra encarnizada contra el peor adversario imaginable, que por supuesto siempre es uno mismo. La red, decía Rod Laver, le quita a uno más puntos que el contrario. La red es la medida de tus miedos secretos, y es contra ellos que luchas con uñas y dientes y no contra quien busca derrotarte. André Agassi apenas encuentra diferencias entre el tenis y el box, pero acaso basta una para hacerlos antípodas: el contacto físico, obligado en el box e imposible en el tenis. Puedes hacer berrear a tu oponente, que igual el enemigo está dentro de ti y va a emboscarte en tu mejor momento.
Decimos que un partido ha sido épico siempre que nos haya hecho padecer lo indecible. Si pasaste cuatro o más horas gritando, maldiciendo, sufriendo y suspirando frente a la pantalla, lo probable es que fuera una epopeya. Es decir, una historia digna de ser contada pero que en este caso resulta inenarrable. Por más que me esforzara, no podría replicar en el presente párrafo la intensidad violenta y palpitante de un duelo como el de Nole y Rafa en la semifinal del Abierto Francés. Baste decir que ni por dos segundos conseguí mitigar la cosquilla afligida de la incertidumbre, y todavía ahora no sé muy bien qué hacer con todo este sobrante de épica íntima.
“No es la voluntad de ganar lo que hace a un jugador, sino la voluntad de prepararse”, ha dicho Novak Djokovic, sabedor de que toda gran victoria incluye infinidad de pequeñas derrotas. ¿Cómo iba a interesarnos, de otro modo? Se apasiona uno por estos menesteres justamente porque su propia vida está repleta de esas frustraciones, al tiempo que se deja impresionar por el temple de hierro de los contendientes. Nada los quiebra, ni los peores reveses parecen afectarles, y hasta se hace evidente que les inspiran. Porque si en otras partes la inspiración se entiende como un don divino, aquí hay que arrebatársela a golpes al azar. Uno admira a estos tipos y los llama colosos porque observa que nada les fue dado, han tenido que dar la vida por la gloria.
Escribir es oficio solitario. A menudo trabaja uno rodeado por los mismos monstruos que creó, de manera que solo una buena inyección de fe en sí mismo le permite enfrentarlos dignamente. Si los tenistas tienen ahí la red, uno debe lidiar con la página en blanco. No pregunten por qué, pero miro a ese par de salvajes peleando y resistiendo toda suerte de obuses en el ego y me da por sentirme poderoso. No comparto obviamente sus méritos atléticos y ascéticos siquiera en una ínfima proporción, pero algo en su dureza de carácter me empuja a reforzar algunas convicciones personales en cuanto a lo posible y lo imposible. Quiero decir que he visto caer a un rey y me siento capaz de cualquier cosa (incluso trabajar, valdría burlarse). Si eso es la inspiración, benditos sean el rey y su regicida.
Este artículo fue publicado en Milenio el 12 de junio de 2021, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL
Foto: