“¿Quién lo habría imaginado…?” “Ni por aquí me pasó…” “¡Nunca pensé…!” La excusa es tan antigua como la especie humana y es tramposa de origen, puesto que no hay constancia de aquello que uno piensa o deja de pensar. Ciertas ideas, no obstante, son ineludibles, por más que uno las niegue y pretenda pasar por despistado. Pensamientos que nadie puede soslayar, de modo que conviene cercenarlos antes de que convoquen a otros pensamientos y vengan los reparos morales a estorbar. Nadie quiere la fama de canalla, siempre es más económico decir que no pensamos en aquello que hacíamos. Puesto que de otro modo no lo hubiéramos hecho, ¿o es que alguien va a dudar de nuestra buena fe?
Hace unos días vi Hannah Arendt, la película de Margarethe Von Trotta que recrea las vicisitudes de la filósofa y politóloga alemana a partir de su intento de entrar en el cerebro de Adolf Eichmann: un hombre, a su entender, anodino y cuadrado que ejecutaba órdenes siniestras sin pararse a pensarlas, y no el monstruo del mal que fue a dar a la horca tras el famoso juicio en Jerusalén. Se dijo por entonces que Arendt había hecho equipo con el verdugo, puesto que “lo excusaba” con sus mismos argumentos: había deportado por la fuerza, en trenes insalubres y abarrotados, a cientos de miles de inocentes que morirían en campos de exterminio, por estrictas órdenes superiores. Sin pensarlo, y acaso sin querer.
Todos alguna vez echamos mano del “nunca pensé” cuando creímos posible salirnos con la nuestra. “Perdón, pero es que mi velocímetro marca kilómetros, no millas por hora”, quise un día excusarme ante el patrullero texano que me había detenido por un flagrante exceso de velocidad. Para colmo, le dije, no conocía el reglamento de tránsito local. “Nunca pensé que estaba yo infringiéndolo”, chillé al final, cargado de razones. Media hora más tarde, en la comisaría, fui informado del precio de negarme a pensar lo que sin duda debí haber pensado: 120 dólares de multa.
La gran ventaja de las ideas turbias o perturbadoras es que, insisto, no dejan huella de su paso. Se les puede negar la vida entera y hasta morir jurando ingenuidad, como en el caso de Eichmann y sus compinches, pero al final resulta que el falso candor en nada se asemeja a la inocencia. No puedo pretender que no escucho los gritos de la niña que se ahoga a unos metros de mí, ni que ese no es mi asunto, ni que llevo prisa; si bloqueo el pensamiento y me sigo de largo es porque le estorbaba a mis demás propósitos, y si la niña se hunde hará falta un experto para diferenciarme de un asesino.
No pensar en la infamia, el abuso o el crimen que nuestra indiferencia facilita está lejos de ser un atenuante. Para lograrlo, hace falta deshumanizarse y deshumanizar a las probables víctimas. Mecanizarse, transformarse en engrane, deslindarse inclusive de las propias manos. ¿Cómo, si no a partir del no-pensamiento, entender que el verdugo, el saqueador o el tirano sean también esposos y padres amantísimos? “Nunca pensé…”, es decir, “me convertí en robot, porque así convenía a mis intereses, y no soy responsable de lo que hice mientras no pensaba”. Solo que no pensar es una decisión plenamente consciente, por más que no lo quiera parecer, y quien la toma ha de pagar un precio.
La infamia, la crueldad, el despotismo y otras lacras hoy día muy vigentes tienen como coartada el no-pensamiento. Siempre será más fácil joder a un semejante cuando no se le ve como tal, de modo que más tarde sea posible alegar inconsciencia y llamarse inocente, pues lo que los ladinos intentan ahuyentar no son tanto los puros pensamientos como los escrúpulos: esos aguafiestas. ¿Y luego qué dirán? ¿”No me quise enterar”? ¿”Me estorbaba saberlo”? ¿”No me convenía”? Por eso mejor dicen que jamás lo pensaron, aunque sea mentira y todos lo sepamos.
Este artículo fue publicado en Milenio el 22 de mayo de 2021, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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