Hoy se cumplen 14 meses desde que comenzó el experimento. Pensaba, en un principio, que todo acabaría en no más de cien días, pero en aquellos meses cada uno era libre de pensar y decir todas las tonterías que quisiera, dado lo escaso y trunco de la información y la zozobra que empezaba a campear. No es que hoy sepa gran cosa del naufragio planetario en el que sigo inmerso, pero miro hacia atrás y no me reconozco en la persona que era a mediados de marzo de 2020. Y algo no muy distinto pasa con buena parte de las personas con quienes acostumbro tratar: han cambiado, me parece que no solo a mis ojos. Somos supervivientes, a saber la de cosas que hemos visto y mostrado en este lapso ingrato y traicionero.
Aún recuerdo una réplica macabra tras el gran terremoto de 1985. Era noche de viernes y comenzó a temblar. Urgí a mi madre a salir a la calle, pero ella se empeñó en quedarse adentro por razones que yo hallaba suicidas. Discutimos a gritos, tal cual la situación lo ameritaba, hasta que los candiles dejaron de moverse y terminamos riéndonos de la escena ridícula que acabábamos de protagonizar. No hay dos miedos iguales, y para colmo suelen ser tan miopes que se piensan los únicos legítimos. Saltando de regreso a los primeros meses de 2020, me veo rehén de un pánico callado que de pronto se expresa en la pesadilla de recorrer un supermercado semidesierto y repeler a todo ser humano en mi camino. Una escena de por sí escalofriante.
Muy poco he ventilado mis pavores secretos en todos estos meses, pues supongo que vienen con el paquete estándar de la paranoia pandémica. Habrá quien piense que un encierro tan largo le da grandes coartadas a la intolerancia, pero ésta suele incrementar sus costos de forma exponencial cuando son dos o más los prisioneros. Si hubiera de expresarlo en términos prosaicos, diría que este largo y aún incierto naufragio me ha obligado a quitarme lo mamón; pues si antes asumí, acaso sin pensarlo, que la vida podía deberme algo, o que la suerte había de favorecerme por algo así como mi linda cara, o que contaba con cualquier garantía en torno a la correcta marcha del universo, hoy tengo que adaptarme a lo que venga y encima celebrarlo como una concesión extrema del destino. ¿Qué náufrago no sabe que la vida es privilegio?
Nunca, que yo recuerde, mi casa fue tan mía, y viceversa. Tendría que ser obvio desde siempre, pero uno olvida a veces que el lugar donde vive es el peor de este mundo para soltar sus monstruos. Por el contrario, hace falta domarlos y si es posible invisibilizarlos, si no quieres enrarecer el aire que ha de alojarse luego en tus entrañas. No es fácil, por supuesto, y menos lo será si levanto el teléfono y escucho otro relato irresponsable de quienes, para colmo, me tachan de miedoso por quedarme en mi casa. ¿Pero qué hago? ¿Insultarlos, sermonearlos, cortar la llamada y quedarme rumiando el entripado? ¿Qué necesidad tengo, finalmente, de que mis amistades sientan mi mismo miedo y lo resuelvan de idéntico modo? Opino, acá entre nos, que son antojadizos e imprudentes, y recuerdo las incontables ocasiones en que fui reprendido justo por esa causa y me reí sin más. ¿Con qué cara los voy a regañar?
Si dependiera de las noticias del mundo para conservar mi estabilidad emocional, ya estaría acolchonando las paredes. Para mi suerte, vivo confinado con una mujer cuya sonrisa alimenta a las mías, de modo que trabajo en conservarla viva y de paso radiante. La he visto cambiar tanto como yo y crecerse al naufragio con una gallardía que le admiro en secreto. Somos, al fin, cobayas del mismo experimento y la supervivencia nos empuja a metamorfosearnos día con día. Algo me dice que somos más fuertes.
Este artículo fue publicado en Milenio el 15 de mayo de 2021, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
Foto:
https://theconversation.com/nos-deja-secuelas-el-confinamiento-141501