“Si quieres conocer a los dueños de casa, asómate a su cuarto de servicio”. La frase es de mi madre y solía repetirla cuando íbamos a ver casas en venta y ella insistía en mirarlas a fondo: si el cuarto de servicio era un horror, ya podíamos irnos retirando. ¿Con qué cara iba a contratar a nadie y ofrecerle dormir en un calabozo?
Lo de menos, quizá, era comprar la casa y adecentar la pocilga de marras, pero la idea de vivir donde antes habitaron tamaños esclavistas o siquiera pagarles “por esa madriguera”, le provocaba un hondo repelús.
Vivíamos en Tlalpan, por entonces, y cada lunes visitábamos a un ortodoncista que tenía su consultorio a dos cuadras del Zócalo: un viaje que habría sido penitencia, de no existir el Metro. Dejábamos el coche en la estación Taxqueña y bajábamos once paradas después, tras algo más de veinte minutos recorridos en óptimas condiciones. Ya podían estar las calles consteladas de baches y basura, que los trenes y estaciones del Metro lucían impecables y operaban con total eficiencia.
Alguna vez fui y vine por mi cuenta al dentista, y como me entretuve vagando por el centro volví a la casa ya entrada la noche, armado de una excusa mentirosa: “Es que se tardó mucho en pasar el Metro…”. Aún recuerdo la risa mordaz de mi mamá. ¿La creía yo idiota para esperar que se tragara un cuento tan barato, cuando era bien sabido que esos trenes pasaban cada tres minutos, invariablemente? Muy escasa confianza nos merecían las autoridades de la ciudad, pero el Metro brillaba con luz propia. Siempre que algún fuereño preguntaba por la calidad de su servicio, los nativos solíamos enorgullecernos cual si habláramos de las playas de Acapulco. No importaba cuán pobre o rico fuera uno, el Metro le acercaba a la modernidad.
Ahora volvamos a los cuartos de servicio. Mal puede respetarnos o apreciarnos quien nos invita a hacer lo que jamás haría, o a soportar aquello que encuentra insoportable. Semejante actitud, en realidad, deja ver un desdén tan evidente que exige disimulo de ambas partes, aunque al final no oculte el obvio menosprecio ni el rencor resultante. La pregunta es muy simple: ¿dormiría yo en el cuarto de servicio de mi casa, usaría el retrete, me bañaría en esa regadera? Si la respuesta es “no”, seguramente soy un desvergonzado, y acaso otras cosillas aún menos decorosas. ¿Con qué cara le niegas a quien vive contigo el derecho al decoro elemental? No era mi madre santa ni justiciera, pero hallaba el clasismo indecoroso e infumable el bochorno consecuente.
Uno quiere creer que aquellos que se dicen socialmente sensibles, tanto así que cimentan su carrera política en esa fama pública, hacen suyo por tanto el compromiso de apoyar a quienes tienen más necesidades y menos medios para satisfacerlas. Pues si tanto les gusta recordarnos su vocación de servicio y entrega a los desfavorecidos, cabe asumir que harán, llegada la hora, cuanto esté de su parte para hacer respetar su dignidad como seres humanos. ¿Cómo explicar entonces el desastroso estado de aquel bonito Metro que era nuestro orgullo, tras poco menos de un cuarto de siglo de estar en manos de administraciones oficialmente justicieras y progresistas?
No es de hoy el menosprecio de los supuestos justos. Hace ya muchos años que el Metro es un chiquero —la palabra que empleaba mi mamá cuando le deprimía un cuarto de servicio— y abordarlo supone una aventura ingrata. Es decir, un castigo a la pobreza. Quienes de por sí deben recorrer distancias inmamables para llegar al trabajo o la escuela, tienen que hacer de tripas corazón para sufrir la afrenta cotidiana de ir y venir a espaldas del decoro y la seguridad, por cortesía de gente poderosa que fue del adanismo al neronismo buscando reparar lo que no estaba roto… y acabó por dejar en calidad de escombros aquello que una vez fue sobre ruedas. Lo dice la canción de La Barranca: “En este país la mayor atracción son las ruinas”.
Este artículo fue publicado en Milenio el 08 de mayo de 2021, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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