Tengo aún para mí que quien busca trabajo ha de esmerarse en dar una buena impresión. Se diría que es una perogrullada, pero hay quienes opinan diferente y en un descuido son la mayoría. Ventajas evidentemente competitivas como seriedad, profesionalismo, pulcritud o experiencia palidecen delante de atributos sin duda más conspicuos, como la desvergüenza y la patanería elevadas al rango de remedio social. Lo vemos cada día en esos candidatos que pelean por demostrar quién es el más ridículo, vulgar, incoherente o indigno de confianza, como dando por hecho que apreciaremos la sinceridad que les lleva a exhibirse como quieren que creamos que son.
Los candidatos son como pretendientes. No garantiza el novio que cuando tenga estatus de marido seguirá siendo amable y comedido, pero si no lo fuera desde ahora ya puede adivinar su prometida la clase de calvario que le espera al lado de quien no la respetó ni cuando pretendía su favor. No es, pues, que el candidato menee el culo delante de la cámara para hacerse con la confianza de sus votantes, sino que de una vez abusa de ellos para hacerles saber lo poquito que aprecia su intelecto. Es como imaginar al pretendiente invitando a un burdel a su futuro suegro. Pa’ que le mida el agua a los camotes, ¿cierto?
Se entiende la locura individual, no así la colectiva. Que un cretino aspirante a diputado insulte a gritos a sus detractores al mismo tiempo que hace campaña no es más que un despropósito chirriante y como tal provoca más risa que congoja, pero que después de eso quede gente aún dispuesta a votar por él —o el colmo, que por eso lo decidan— ya es motivo de asombro suficiente para hablar de extravío de rebaño. ¿Cómo es que el descontrol, la rabia y la soberbia pueden ser cualidades apreciables —y no escandalosos impedimentos— para mejor servir a la sociedad? ¿Hay gente que se sienta bien representada a través de amenazas, calumnias, fanfarronadas y mentadas de madre? ¿En qué cabeza cabe que quien va a legislarnos, gobernarnos o administrarnos —todo, sobra decir, con nuestro dinero— pruebe sus aptitudes con destrezas escénicas que acaso serían buenas para conseguir chamba en un burlesque?
Poca confianza le puede uno dar a quien ha comenzado por abusar de ella. Me pongo en los zapatos de cualquier empleador y calculo que haría falta estar loco para ofrecerle el puesto de gerente a un tipo que llegó vestido de payaso. Tal vez pensó que así rompería el hielo, o que sería más fácil empatizar conmigo, pero justo esa clase de conclusiones raudas y francamente estúpidas lo hacen inelegible para el puesto. Por más que entre sus múltiples simpatizantes se repita que el bufón-candidato es cercano a la gente, la sola ligereza de sus modos y el vacío tenaz de su palabrería dejan ver un desprecio imperial que poco tardará en hacerse fama. No es que sea como uno, sino que ya se mira como nadie y le anda por canjear ese cupón.
Los bufones tienen una prerrogativa, que es a su vez la cruz de su destino: la gente les aplaude por hacer el ridículo. Y a algunos los elogian o hasta los glorifican por decir lo que en otros sería intolerable. Un bufón poderoso vivirá convencido de que no hay otro más gracioso que él, y empeñado en probarse sus alcances se burlará hasta de quienes le aplauden, sin que por ello dejen de aplaudir. La risa, sin embargo, guarda sus secretos. No siempre todos saben de lo que nos reímos, y eso es en ocasiones lo que más risa da. Cada vez que un bufón sediento de poder y negado de gracia cruza por mi pantalla, me gana una risilla de conmiseración que nada puede hacer por evitar la náusea misantrópica que sin falta le sigue. Nada muy especial, vergüenza de especie.
Este artículo fue publicado en Milenio el 01 de mayo de 2021, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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