Fascismo emocional

Es como si un resabio de pimienta se enquistara de a poco en el aire que a diario respiramos. Al paso de algún tiempo, nadie sabe explicarse bien a bien cómo y cuándo ha crecido tan honda irritación, pero ésta ya se ha vuelto insoportable y exige hallar culpables a como dé lugar. Culpables absolutos, desde el primer aliento de su existencia hasta la más pequeña de sus obras, para cuya maldad no quepa imaginar castigo suficiente. Siempre que la justicia transforma a los sedientos en golosos, sabe uno que respira fascismo emocional.

Tan difícil resulta imaginar a un culpable absoluto como encontrar al perfecto inocente, pero la idea de hallarle a éste algún defecto o a aquél un atenuante parece grosería para quienes prefieren escuchar cuentos de hadas y evitarse el engorro de los claroscuros. Si Fulano es culpable de robar, seguramente será un mentiroso y con toda certeza un gran traidor; tendrá que ser mal hijo y peor amigo, amén de una desgracia de compañero, y nada de lo que haga o pueda hacer, por bueno o generoso que resulte, se librará del aura putrefacta de su perpetrador.

No basta, por lo tanto, con que la policía aprese al criminal y las leyes le obliguen a purgar condena, si aun se le puede desacreditar de todas las maneras concebibles, para que nadie dude que es un apestado y los pocos que osen saludarle lo hagan taimadamente, entre miedo y vergüenza. Y ya entrados en especulaciones, ¿no cabe sospechar que la familia del facineroso resulte similar o hasta idéntica a él, si ya se ve lo mal que lo educaron y bien puede inferirse la clase de consejos que a su vez les dará? ¿Merecen las familias de los apestados compartir su descrédito? ¿Es justo que tampoco puedan dar la cara sin ser objeto del desprecio general? Los irritados opinan que sí: la sarna se hizo saña y no hay cómo pararla.

De algún modo se entiende que a quienes se disponen a linchar a un canalla presunto no les quepa la menor de las dudas en torno a su absoluta culpabilidad. No merece vivir, según han decidido, y entonces nada bueno puede venir ya de él. ¿Cómo, de otra manera, podrían aplastarlo con la conciencia limpia? No es, pues, que el condenado sea culpable desde todos los ángulos, sino que sus verdugos así lo requieren: indefendible y vil a los ojos de quien le vea la jeta. Ningún fascista consigue explayarse si no es envileciendo a quienes ha elegido por adversarios, de modo que el solo hecho de nombrarles sea motivo de censura y escándalo.

Suele ocurrir en tiempos de mal fario. Una vez que la situación empeora, hacen falta culpables en los cuales cebarse, tanto para explicarse las penurias fortuitas como para tapar las propias faltas. Gritan los puritanos, y abundan los pelmazos que se suman al coro, que si lees algún libro del canalla de moda, o si ves sus películas o cantas sus canciones, o si en algo coincides con sus puntos de vista, mereces un desprecio equivalente. Vamos, que son iguales, según reza la lógica del linchador. Arrasar desde ahí con todo lo que a uno le disguste es tan sencillo como señalar esta o aquella falta moral. Tal parece que para hacer el mundo justo —y las artes bellas, y el oxígeno digno de ser respirado— es preciso extirpar hasta el último rastro de inmundicia y quedarnos nomás los impolutos.

“Quedarnos”, digo, para hacer un chiste. ¿De qué más servirían las sentencias morales de tantos fariseos entregados a pulir su imagen a fuerza de enlodar la del vecino? Tal cual lo conocemos, el fascismo fermenta en la certeza de que el otro es impuro, luego entonces indigno de cualquier tipo de consideración. Y como los fascistas emocionales no dialogan con nadie, bastará con quejarte por sus atropellos para que te etiqueten como fascista vil. Y a ver, discúteles.

Este artículo fue publicado en Milenio el 27 de febrero de 2021, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

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