Yo sé que usted, señor, tampoco lo conoce, pero seguro sabe de quién hablo. El tipo está parado en la banqueta, acompañado de su esposa e hijos. Ellos traen cubrebocas, él no. Lejos, no obstante, de sentirse en deuda por semejante ejemplo de desaprensión, se le ve firme, ufano, incluso desafiante y por supuesto rico en chulería: el pecho algo salido, alzada la barbilla, con el labio inferior montado sobre el otro, como dando a entender que a él nadie le da órdenes, y menos aún la madre de sus hijos, quien por lo visto debe pretender que no advierte las muecas de la gente que pasa y mira al tipo, tan orondo.
Nada difícil es para el cobarde impostar una pose de valiente, aunque eso no le alcance para disimular el papelón de ventilar sus inseguridades con semejante lujo de patetismo. ¿O acaso usted se cree que ese triste machito de banqueta es un hombre de convicciones firmes y no un acomplejado de campeonato? Verdad es que camina como si algún notario recién hubiera escriturado a su nombre Paseo de la Reforma, pero ya la tiesura de sus movimientos y la absurda fijeza de su mirada delatan que lo mata de miedo el qué dirán. No es que se crea un hombre superior, sino que le da horror la posibilidad de que no se le crea lo bastante hombre.
Nuestro hombre, por lo visto, está a la defensiva y contra la pared —postura francamente muy comprometida—, aunque también es cierto que nada lo amenaza. Igual que esos machines coquetones a los que la presencia manifiesta de cualquier hombre gay los empuja a pintar su raya en son de broma (no sin un histrionismo adolescente con tufo a aclaraciones no pedidas), el fulano parece tener una idea jocosamente alta del precio o el valor de su trasero. ¿Qué oscuro e hiperbólico recelo le ha llevado a temerse que sus formas pudieran despertar los mismos apetitos que una chica incitante y curvilínea? ¿Y no será normal que tan perturbadoras aprensiones terminen invadiendo sus peores pesadillas? ¿Qué diría la gente, si llegara a enterarse?
Demos ahora cuerpo a la gran pesadilla de nuestro hombre. Millones de mujeres la viven cada día, dondequiera que van y sin apenas tregua. ¿Ha oído usted los densos hervores de saliva con los que infinidad de pelagatos hostigan diariamente a cuanta mujer pasa frente a ellos? “Estás para comerte”, dice el mensaje, sin aclarar cuánta hambre trae la bestia ni qué hará por saciarla. Y así como a nuestro hombre en la banqueta le importa un cubrebocas la posibilidad de contagiar fatalmente a quien sea —valga decir, su propia madre incluida—, el cobarde que acosa, intimida, amenaza o doblega a las mujeres no es capaz de ponerse en su lugar justamente por eso: es un gallina y teme que se sepa.
Ser valiente es muy fácil cuando usted nació hombre. Puede que en la niñez le toquen unas cuantas catorrizas y más de un bravucón lo haga correr, pero ya le aseguro que nunca le hará falta la valentía bastante para cruzar de noche puentes y callejones, lidiar con manoseos y jadeos en cada multitud o encajar comentarios espeluznantes de uno o más asquerosos desconocidos, a saber si alineados en pandilla. Ser valiente es callarse por buen juicio cuando un cobarde grita su impotencia, pero más lo es aún atreverse a romper ese silencio al que ningún tirano abusador puede tener derecho. ¿Qué es, pues, la valentía, sino el recurso último del miedo?
Somos, a veces, lo que más tememos. ¿Qué tantos esqueletos esconde aquel machín que no osa ventilar siquiera la menor de sus debilidades? ¿Cómo es que a estas alturas sobrevive la identidad —tramposa, inverosímil, difamatoria— entre femineidad y cobardía? ¿Quién que no sea un valiente se atreve a ir por la vida como afeminado? ¿Quién, como la Adelita del corrido, podría ser bonita sin hacerse valiente? Y ahora, si no le importa, póngase el cubrebocas. ¿O qué, le da miedito?
Este artículo fue publicado en Milenio el 20 de febrero de 2021, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.