Balance de cuarentena

Hay al menos dos formas de calcular el saldo de una catástrofe: contando lo que falta o lo que queda. Lo hacemos comúnmente en ese orden, aunque no siempre con la celeridad que la ocasión parecería exigir. Se atora uno de pronto en la zanja tenaz de las carencias, como un niño a la espera de brazos protectores, especialmente cuando se mira a solas y le sobran las horas para escarbar en sus zonas oscuras. Si no fallan mis cálculos, los hasta hoy confinados hemos tenido tiempo en abundancia para contar todo cuanto nos falta, y ha sido en el camino de la resignación —esa cara piadosa de la supervivencia— que se hizo indispensable sumar nuestros haberes.

Por habituado que uno esté al encierro, difícilmente podrá deshacerse de la gran comezón de los reclusos, que consiste en volver a preguntarse qué estarían haciendo, si pudieran salir a la calle. O qué estaban haciendo otro año en estas fechas. O qué andarán haciendo los de afuera. Un prurito, por cierto, improductivo y despilfarrador, cuando la adversidad de por sí exige echar mano de ingenio, maña y callo para sobrevivir a una calamidad de alcances planetarios. ¿Y no son justamente los presidiarios quienes dan el ejemplo con su capacidad de adaptación a partir de las condiciones más precarias, opresivas y a menudo tenebrosas?

Están naciendo ya los primeros bebés engendrados en esta cuarentena. Ha habido, insisto, tiempo más que bastante para hacerse a la idea y adaptarse. Menudean los proyectos nacidos o concluidos a contracorriente del desasosiego en boga y en la más rigurosa reclusión. Quienes solían vivir a la carrera han debido aprender a lidiar con los monstruos del silencio y administrar las horas más huecas de su vida. Pues evidentemente no somos los encerrados, sino quienes no tienen esa opción, las auténticas víctimas de la pandemia. Quienes estamos cerca de cumplir nueve meses de confinamiento somos beneficiarios de esta situación: crecimos por estricta necesidad. Aprendimos a emplear recursos tecnológicos que nunca antes habíamos considerado y dimos —damos, daremos, mientras sea indispensable— pruebas fehacientes de paciencia y templanza de las que algunos nunca nos pensamos capaces.

Ahora bien, si se trata de contar las pérdidas, no está de más sumar el tiempo que invertimos en tolerar el pasmo y la desazón. No bien los veo venir, me pongo en el lugar de un presidiario y celebro mi suerte descomunal. Es verdad que no pocos se divierten afuera, ya sea porque salen de paseo, de compras o de viaje y hallan en ello cierta compensación, misma que están seguros de merecer, y no niego que a ratos me enfurecen, pero otra cosa que he aprendido aquí es a mirar de lejos los asuntos que no puedo arreglar, como serían la lluvia, la sequía o las próximas muertes allá afuera.

Si no recuerdo mal, la angustia era mayor hace seis meses, y sin lugar a dudas vivo hoy en una casa más amable que aquella cuyas puertas se cerraron a la mitad de marzo. No fue fácil quitarse de encima el pesimismo, pero encontramos que era contagioso y fuimos día a día fumigándolo. Creo saber, como nunca antes de este año chocarrero y a partir de una intensa convivencia, cómo y quién es la mujer con quien vivo y por cuántos motivos es mi adoración. Abro y cierro los ojos habituado a pensar en mi papá y su hasta hoy excelente estado de salud. ¿Y qué otra cosa queda, sino el “hasta hoy”? ¿No es ésta otra lección ilustrativa?

El encierro te obliga a verte en el espejo. Más tarda uno en rabiar por cualquier cosa que en pagar altos réditos por destemplarse. Y al revés, pocos gestos son tan gratificantes como seguir cumpliendo los pequeños rituales que hacían los días distintos entre sí y hoy son prueba entrañable de supervivencia. Haciendo cuentas, pues, es aún mucho más lo que me queda que lo que me falta. Perdón, pero no estoy para quejarme. 

Este artículo fue publicado en Milenio el 05 de noviembre de 2020, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

Foto: https://noticias.medsbla.com/articulos-de-opinion/el-amor-en-tiempos-de-cuarentena

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