La Gloria y el martirio

Nadie que goce de la Gloria en vida puede aspirar a conservar el juicio. El éxito constante y desmedido —magnificado, aparte, por legiones de idólatras y cortes de oportunistas— es justo lo contrario del aprendizaje, tanto que día a día empequeñece a aquél que se pensaba agrandado por él. Quien es llamado “genio” a cualquier hora y en todo lugar corre un riesgo proporcionalmente mayor de cometer inmensas idioteces. Es muy fácil juzgar, para quien ve de lejos, los errores de un hijo de vecino endiosado, cuando probablemente nadie que no sea él sabe del extravío donde naufraga cada vez que le toca bajar del firmamento y enfrentar el vacío terrenal. ¿Dónde se fueron todos? ¿Cómo volver allá? ¿De qué vale vivir como un simple mortal?

Hay quienes solamente se perciben a partir del clamor de los demás. Le sucede a menudo a la gente que tiene la dudosa fortuna de saltar a la fama en edades tempranas y encuentra que no aguanta la existencia sin ella. Necesitan que se les reconozca adonde van, dan por hechos los cuchicheos ajenos, no pueden soportar la indiferencia y menos todavía el anonimato. Hablan de su familia y sus asuntos íntimos como si fueran temas por fuerza conocidos y estuviéramos todos en ascuas de noticias al respecto.

Con frecuencia sucede, cosa triste y patética, que los un día famosos han ido a dar al hoyo del olvido y van por ahí hablando ante quien quiera oírles de todo cuanto hicieron para ser quienes piensan que aún son. La peor parte, no obstante, la llevan quienes siguen hacia arriba, con los ojos virtualmente vendados y la necesidad de dar la cara por la tragedia en curso que es su fastuosa vida.

Solía decir Mike Tyson —otro ídolo trágico— que sus mejores golpes los daba con la intención concreta de sumirle al contrario la punta de la nariz en el fondo del cráneo. ¿Quién, que no se vea a sí mismo por encima del resto de los mortales, confesaría ante el mundo que sus grandes hazañas son viles tentativas homicidas? El colmo, en todo caso, es que sean millones los mortales quienes den validez a esa delusión y encuentren admirable lo que en otro contexto juzgarían odioso y condenable. El acto de endiosar a un semejante supone concederle toda clase de fueros y licencias, de modo que entre más pleitesía le rindas, menos será lo que se te asemeje. ¿Qué de raro tendrá que cualquier día despierte convertido en monstruo?

A Diego Armando Maradona no le hablaba la virgen, sino que hacía fila para verlo. Y eso bien que lo saben los fieles de la Iglesia Maradoniana, para quienes el astro del balón era la viva imagen de un mesías. La idea suena a chunga y es muy probablemente motivo de incontables pitorreos, más todavía para quienes han visto con distancia las ceremonias asociadas a un culto que retuerce los ritos y plegarias del catolicismo, de modo que en lugar de “A-ve-Ma-rí-a” cantan “Die-go-que-ri-do”, aunque habría que ver qué religión no exige dosis equivalentes de ceguera orgullosa.

Éstas y otras imágenes inenarrables aparecen en Maradona por Kusturica, el documental donde el cineasta y hagiógrafo serbio —dos veces ganador de la Palma de Oro en Cannes, nativo de Sarajevo y exégeta de Slobodan Milosevic— atestigua y ensalza las glorias y miserias del futbolista que sería deidad. O sea que si a algunos les resulta difícil comprender el sentido de sus despropósitos, quienes le rezan no solo hallan sus goles milagrosos, sino también observan que hasta sus vicios eran parte del martirio, pues ofrendó su vida al balompié y lidió con la ruina consecuente. Tal como estaba escrito, serían sus mismos fieles quienes contribuyeran a su crucifixión, no sin antes arrebatarle el juicio. Beatitudes aparte, la conclusión no es del todo insensata. En un mundo repleto de mortales, los ídolos son carne de patíbulo.

Este artículo fue publicado en Milenio el 28 de noviembre de 2020, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

Foto:

https://www.larepublica.net/noticia/dios-recupero-su-mano-la-historia-de-maradona-entre-los-vicios-y-el-futbol

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