Tal parece que hay demasiada prisa en el ambiente —por no decir vehemencia, encono, desconfianza— para hacer esa pausa que le permita a uno distinguir lo realmente importante de lo accesorio. El puro esfuerzo de tomarse un minuto para olfatear las rosas es hoy visto como excentricidad entre quienes no viven sino para atender, en recurrente estado de crispación, a las alertas de su vida mecánica. Urgencias baladíes, en su mayoría, mas no por ello menos esclavizantes (aunque al final sea uno el negrero inconsciente de sí mismo), pero quizá la pérdida mayor esté en todas las grandes pequeñeces que uno da por sentadas entre tanto trajín irreflexivo. Pérdidas capitales de las que casi nadie se hace cargo.
Viene todo esto a cuento por Registro, el libro recentísimo de Federico Reyes Heroles cuyo solo subtítulo invita a hacer la pausa de marras: Mapa e inventario de uno mismo. El deleite de caminar descalzo, el arte de arrullar un bebé, la ceremonia íntima de un lento despertar o el papel de una hamaca en la paz del espíritu son aquí todo menos asuntos secundarios. ¿De qué sirve comprarte una batuta para seguir con ella la sinfonía que mima tus adentros? ¿Cuánto disfruta un perro si además de caricias y carantoñas le permites que pruebe tu saliva? ¿De qué tanto se pierde quien jamás se da el lujo de pisar un jardín?
“La gran enemiga de una buena conversación es la interrupción, que es esclava del impulso”, dice Reyes Heroles, tras pasar melancólica revista a “las personas que fingen estar presentes, pero tienen sus ojos en la pantallita de su celular y la mente en Tombuctú”. ¿Pero quién tiene hoy día la disposición —“el tiempo”, dirán muchos que viven regateándolo— de regalarse un rato de conversación plena, honda y reconfortante? ¿Suple la calidad de nuestros aparatos a la de nuestra vida personal, o es que le hemos tomado gusto a la chatarra? ¿Dónde queda, entre tanto barullo inconsecuente, el sagrado derecho a la intimidad?
Tal como lo sugiere Eliseo Subiela en El lado oscuro del corazón, cabe dar por sentado que un libro con los vuelos de Registro debería guardarse dentro del botiquín. ¿Dónde, sino en las cosas entrañables, puede uno guarecerse siempre que el mundo amaga con venirse abajo? Si, como afirma Laurence Sterne en su Tristram Shandy, un solo día de vida bien vale un libro entero, quehaceres tan comunes como lavarse los dientes o cortarse las uñas, elevados a la categoría de ceremonias cotidianas tendrían que alcanzar para varios capítulos, especialmente si resultan agudos, amenos y literariamente terapéuticos. Que es justamente el caso que nos ocupa. En caso de pandemia, rompa el cristal y lea de cabo a rabo.
“El olvidado asombro de estar vivos”, reza el endecasílabo celebérrimo de Octavio Paz que bien podría ser parte de este libro cuyo autor nos pasea por sus querencias íntimas, mismas que indefectiblemente desembocan en las de cada quien. Asuntos de los que muy rara vez hablamos y acaso solamente llegan a conocer quienes comparten techo o lecho con nosotros. Cosas que son tan mías que no sé si sabría por dónde abordarlas sin caer en ñoñería, tedio, afectación o tantos otros riesgos al acecho, y que aquí Federico resuelve con el ingenio y la serenidad de quien cuenta su vida —es decir, sus deleites y ceremonias— en pantuflas y bata, y de pronto descalzo, con el alma en pelota y una que otra sonrisa socarrona, salpicada con chispas de erudición, recelos kunderianos y dosis intensivas de campechanía.
No es casual, por supuesto, que un libro así —escrito entre el principio de 2019 y abril de 2020, ya con un mes de cuarentena a cuestas— aparezca en el último tercio de este año espeluznante. Eso que un año atrás pudo ser accesorio, hoy se ha vuelto apremiante necesidad. ¿Pues qué haría, si no, dentro del botiquín?
Este artículo fue publicado en Milenio el 14 de noviembre de 2020, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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