Por más que para algunos parezca poca cosa, no es normal que la gente mienta por sistema. Tampoco puede resultar común, y menos por supuesto satisfactorio, que quien pretende hacernos creer sus mentiras no se tome el menor trabajo para urdirlas. Es un suplicio conservar la paciencia cuando nos dicen una de esas mentiras que en un niño pequeño sonarían primitivas. “¿Pensará acaso que soy estúpido?”, respinga uno de rabia intempestiva, y ya entrado en berrinches procede a comportarse justo como ese estúpido que no quería ser. Por más que nos merezca desdén y repelús, la mentira barata —provocación al fin— tiene la cualidad de exasperar incluso al más sensato. Más todavía si ocurre por sistema.
Sobran quienes proclaman, por exceso de astucia, candor, vileza o tontería, que todo en este mundo es relativo y de pronto dudoso, como sería el caso del Holocausto y el calentamiento global, entre incontables hechos evidentes. ¿Pero de cuándo acá los malos mentirosos —cinicazos rampantes— pierden su tiempo acreditando aquello que es más fácil negar con énfasis airado? Nunca, que yo recuerde, la palabra y su peso se cotizaron menos que en la era Trump. Difamación, insultos, calumnias, falsedades, infamias, burlas, amenazas, abusos, atropellos y siembra recurrente de odio —recursos todos ellos del fascismo vintage— son moneda corriente entre los fachos, tanto como doblez, zalamería, abyección, mala fe, cursilería y perfidia son las virtudes propias de sus apparátchiki.
Para que una mentira barata surta efecto, hace falta lanzarla con ligereza olímpica, dando por hecho que quien la cuestione merecerá la burla y el desdén, cuando no la amenaza y la condena. Según Melania Trump, siempre que su marido recibe algún golpe lo devuelve 10 veces más fuerte. No le tiembla la voz para soltar infundios y vilezas a grito pelado, pues lo respaldan turbas violentas y babeantes, prestas a repetir esas y otras patrañas con la misma soberbia palurda y matasiete. Tendría que ser conmovedor, si antes de eso no fuera repulsivo, el triste show de los trumpistas pobres que adoptan sus maneras de magnate fantoche, silvestre y gansteril. Los trata como niños y ellos saltan de gusto. Prefieren admirar a un héroe de mentiras, que sin duda los ve por encima del hombro, a conformarse con las evidencias.
Los científicos mienten. Las vacunas no sirven. Las pruebas no son pruebas si no prueban lo que a uno le da la gana. No existe en la era Trump estudio, libro, ciencia ni experiencia más útil que cualquier infundio sin sustento. Pero eso también cansa y exaspera, más todavía si hay legiones de muertos por su causa y el mentiroso en jefe no da marcha atrás. Cansa asimismo el tono beligerante, el sarcasmo rasposo, la petulancia hueca, la supina ignorancia, la omnipresencia de esas mismas mentiras desaprensivas, groseras, desafiantes. Cansa, aburre, fastidia la simpatía ruidosa hacia la peor escoria, ya sea ésta presente o pasada, con coartadas tramposas y no menos idiotas que las patrañas obvias en las que se apoyan.
No acabará la era Trump con Trump —sus émulos y afines se harán, en todo caso, más escurridizos— pero quedará al menos, tras unas elecciones que amenazan con sepultar al palurdo naranja bajo el peso de un cuarto de millón de muertos por el virus que él mismo alimentó, la constancia de que tantas y tan baratas mentiras no son ni pueden ser cosa normal a estas alturas del siglo XXI. Y tampoco es normal que toda esa arrogancia violenta, majadera y abusiva pueda caber en quien, caudales aparte, no es más que un funcionario sostenido por los contribuyentes.
En un sentido estrictamente humano, el final del mandato de Donald Trump parecerá algo así como un paso adelante para la especie, o de menos un freno a su declive. Por pudor de homo sapiens, si ha de acabarse el mundo que no sea bajo el yugo destructor de un criminal presunto que ha sido mal payaso y peor mentiroso.
Este artículo fue publicado en Milenio el 31 de octubre de 2020, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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