Ocurre con frecuencia espeluznante: llamas a un ser querido a quien crees confinado como tú y alcanzas a escuchar un extraño bullicio a través de la línea. No es que esté trabajando, ni que alguna emergencia le obligara a salir, sino que se cansó de jugar al prudente y ya siente que el mundo le debe algo. “¡Me lo merezco!”, se dirá, con el tono del comprador compulsivo que en tres días se gastó la quincena en hacerles justicia a sus antojos. ¿Y no es justamente eso lo que repiten tantos vendedores, “usted merece siempre lo mejor”?
Es curioso que aun en la madurez la gente insista en creer que sus merecimientos son de por sí mayores que sus capacidades. Sé que no puedo comprarme el carrazo, pero el espejo dice que me lo merezco. Si yo no me consiento, ¿quién lo hará en mi lugar? Entiendo que el covid-19 está matando a cientos de miles de congéneres, pero negarme el gusto de ver a mis amigos me parece crueldad innecesaria. Argumentos acaso comprensibles en los labios de un niño, en cuya percepción las horas son inmensas y la magia un recurso inagotable. ¿En qué edad mental cabe, sin embargo, decidir que en mitad de una pandemia “merezco” andar de compras, salir de farra o asolearme en la playa? ¿Será que los enfermos y los muertos no merecían estas compensaciones, o que el calvario de mi cuarentena es aun más insoportable que sus penas? Y a todo esto, ¿existe sentimiento a un tiempo más patético, tramposo y fariseo que la autocompasión?
La pregunta de moda no es qué tan peligroso resulte desafiar los consejos de la ciencia médica, sino qué tan aprensivo —léase paranoico— pueda ser quien los sigue estrictamente. Si he resuelto encerrarme por razones tan obvias como los estragos planetarios de la enfermedad, y en tanto ello encuentro inaceptable la idea de salir a alimentar la insalubridad pública, es solo mi problema y quién sabe si no me haga falta terapia para corregirlo. Incluso concediéndome la posibilidad de estar en lo correcto, dirá el desaprensivo que al final todo es cosa de opinión. ¿Es decir que el efecto devastador de tsunamis, terremotos, plagas o tornados depende del cristal con que se mire, tanto así que habrá quienes lo juzguen positivo? Vista de esta manera la catástrofe, se dirá que el problema está en mis nervios.
Opiniones aparte, el virus sigue aquí. Son legión quienes le han perdido el respeto, y son más todavía quienes jamás se paran a pensar que el peligro mayor no es tanto contraerlo como diseminarlo. Nadie sabe a la vuelta de cuántas cadenas de contagio terminará perdiendo a quien más falta le hace. ¿Quién, que ande por ahí compensándose por los meses de encierro, puede tener certeza de no vivir regando semillas de infortunio? Abundan, por supuesto, quienes se enorgullecen de ser temerarios, como si el tema aquí fuera su vida. ¿Y qué decir de la temeridad de arriesgar incontables vidas ajenas por motivos como soberbia o ignorancia?
Hay quienes se cobijan tras los buenos modales, cual si éstos alcanzaran para inmunizarles. ¿Cómo van a explicar a sus hipersensibles amistades que no están para hacer o recibir visitas sin hacerles tremenda grosería? Parece un chiste, hasta que te preguntan una vez más si “andas muy aprensivo” con la pandemia o si “ya estás saliendo” —que es como darte de alta por tus pistolas, por más que veas las pústulas florecer—. Todo porque, según opinan tantos autoindulgentes obtusos, más daño hace el remedio que la enfermedad. Otra vez suena a broma, pero hay quienes lo creen y andan como si nada por las calles. Para desgracia de ellos y nosotros, las pesadillas nunca se interrumpen según quieran las ansias, las plegarias, la opinión o los méritos del usuario. Podemos, eso sí, alargarlas y hacerlas más amargas. A ver de eso cómo nos compensamos.
Este artículo fue publicado en Milenio el 24 de octubre de 2020, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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