Ayer en la mañana escuché rezos. Estaba en mi jardín, no podía verlos, pero igual el rumor delataba cuando menos una docena de voces entre serenas, tristes y llorosas. Nada que aspire a estar en los periódicos ni a trascender 100 metros más allá del modesto ritual invisible a los ojos de la mayoría. Solo una muerte más, entre miles y miles que nos pasan de noche, irremediablemente. Tragedias invisibles, daños incalculables.
Desde las oquedades del confinamiento, hay noticias inciertas y ominosas que entran por los oídos, casi accidentalmente, y nada más por eso resultan más siniestras. Hace ya medio año que escuchamos sirenas recurrentes, y no faltan las noches en que el ruido de las ambulancias se mezcla con el de alguna fiesta cercana: una combinación espeluznante donde causa y efecto se dan al mismo tiempo la espalda y la mano. “Como te ves me vi, como me ves te verás”, dice el viejo refrán cuya pura mención hiela los huesos.
Hablar a estas alturas de cifras oficiales equivale a caer en la superstición. Como en esos países en bancarrota donde el auténtico precio del dólar es incomparablemente más alto que el tipo de cambio autorizado, hay un margen de más de 100 mil muertos entre la realidad y los discursos. Si antes fuimos escépticos por suspicaces, hoy lo somos por mero instinto de supervivencia. Se nos han dicho tantas cosas inexactas —por no decir erróneas, irresponsables y contraproducentes—, en el supuesto nombre de la salud de todos, que ya hace tiempo entramos en la fase del sálvese-quien-pueda. A falta de una voz serena y verosímil en el horizonte, atendemos apenas al consejo del miedo. Digamos que es lo que hay.
Y tampoco es morirse, en todo caso, lo peor que puede a uno pasarle en estos días. Habrá quienes prefieran espichar de una vez a perder el empleo y ver a su familia en la miseria. ¿No daría una madre cualquier cosa por ocupar la tumba del hijo recién ido? ¿Cuál es la paz de espíritu de quien perdió a sus padres porque en el hospital los invitaron a curarse en su casa? Por no hablar de esos pobres infelices que hicieron mofa pública del virus, se expusieron a él orondamente y acabaron matando a uno o más de los suyos.
Hoy al menos sabemos que las pandemias son la ruina global del sentido común. Otra cosa diría, seguramente, de escribir estas líneas en sitios como Seúl, Taipéi o Wellington, donde según parece impera la cordura, pero en mi pueblo es todavía impensable obligar a la gente a ponerse un jodido cubrebocas, no vaya a ser que les sea conculcado el derecho a infectar a los demás. Puesto en otras palabras, ¿desde cuándo las emergencias sanitarias pesan más que las ambiciones políticas? ¿Hasta dónde va a dar el traído y llevado bien común cuando desaparece el sentido idem?
Corre hoy día la noticia de una boda reciente en el estado de Maine donde se registraron “por lo menos” 176 contagios, mismos que provocaron la muerte de siete personas que no asistieron al evento. Víctimas todos del sinsentido común. ¿Y qué va uno decir cada vez que lo invitan a tal o cual jolgorio, cual si todo ese asunto de la cuarentena fuese un tema del pasado remoto? Cierto es que hay mucha gente que se cuida, y así se esmera en dejártelo claro, pero si en esos temas no puede uno confiar en el gobierno, menos aún lo hará en las conciencias de parientes y amistades. ¿Y es que acaso, con todo y cuarentena, saliendo solo para lo elemental, me queda la total certeza de estar sano?
Hace unos pocos días, mi padre cumplió a solas 97 años. ¿Su regalo? Mi ausencia, por lo pronto. Entiendo que hice mal, pero pude hacer peor. Atendiendo al consejo siempre puntual del miedo, prefiero por ahora llamarle que rezarle. El puro instinto: eso es lo que nos queda.
Este artículo fue publicado en Milenio el 19 de septiembre de 2020, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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