Todavía no puedo dar fiestas como las de Kashoggi, pero cada día me le acerco más”, confió una vez el joven heredero Donald Trump a un reportero ávido de palabras lustrosas. Nadie daba, en su tiempo, fiestas remotamente comparables a las de Adnan Kashoggi —que en los años ochenta llegó a ser el mortal más rico del planeta—, pero eso constaría solo a sus invitados, al tiempo que legiones de arribistas se tragarían con gran entusiasmo las patrañas del junior presumido cuyo primer gran logro había sido robarse su admiración. “Soy el yuppie mayor”, dijo a otro periodista.
Saben quienes se jactan de sus fantasías que la cháchara pródiga y barata suele convocar público de sobra. No los más entendidos, pero a esos igual nadie los invitó. Cuentan ya de antemano ciertos grandes fantoches con la anuencia babeante de sus émulos, para quienes incluso sus peores desmesuras serán dignas de ejemplo e inspiración. Pueden, pues, excederse hasta el último extremo del ridículo, pero no recular. Por eso a una mentira tendrá que seguirle otra, y otra, y así hasta el infinito con tal de no echar mano de la reversa. Si nada de lo que hablas es verdad, ¿para qué ibas a andarte con aclaraciones?
No es Donald Trump la clase de individuo que invierte mucho tiempo en sus mentiras, pero esa es otra forma de ejercer un poder desmesurado. Mentir mal y salirte cada vez con la tuya es demostrar que eres invulnerable a la justicia, la verdad y la razón: lo hacen así los gánsters para imponer el miedo, y si les da la gana alardearán de aquello que los incrimina, solo para probar que de todas maneras son impunes.
Ni el mitómano más alucinado ignora los deleites de soltar la verdad, de cuando en cuando, para que sus oyentes se den un quemón. Coquetería, soberbia o impericia, un gesto así tiene algo de salto mortal. Es aquel cántaro que tanto va al pozo que cualquier día acaba por quebrarse, si es que en el mundo queda alguna lógica.
De poco sirve hacer grandes esfuerzos por ponerse en chanclas del fantoche. Tanto camino ha andado a lomos del embuste que su osadía es inconmensurable. Nos parecerá a ratos que es idiota, dado lo irreflexivo de sus aparentes despropósitos, pero lo suyo es pasarse de listo y eso a veces incluye pasar por estúpido, porque su chamba al fin consiste en engañarnos y le envanece hacerlo en nuestra cara. Si encontrara ocasión para dudar, reviraría la apuesta sin pensarlo. Y si ocurre que es dueño del casino, la casa ha de ganar a como dé lugar. Una vez decidido a prevalecer, todo podrá decir el fantoche en cuestión menos “me equivoqué”.
¿Cuánto pueden pesar 200 mil muertos, la gran mayoría de ellos debidos al capricho de un fantoche, en el ánimo de un país engañado? ¿Cabría recordar que semejante saldo de víctimas fatales resulta al día de hoy 67 veces mayor al del ataque de Al Qaeda al World Trade Center? Otra de las astucias del fantoche naranja ha consistido en hacer creer al mundo, al estilo de tantos bravucones, que nadie podrá nunca detenerlo, haga lo que haga y diga lo que diga. ¿No es de eso que presumen los maleantes al momento de intimidar a sus víctimas?
Quisiera uno pensar que esta vez Donald Trump ha ido muy lejos. Confesarle justamente a Bob Woodward las verdades detrás de sus peores mentiras tendría que costarle mucho más que la sola presidencia, si hemos de dar por buena una mínima fe en la especie humana, aunque tampoco cabe el optimismo. Entre más son los muertos, por lo visto, menos sufre el poder para minimizarlos. Es tiempo de eufemismos y fanfarrones, de hipocresía y rapiña, de insensibilidad e inconsecuencia, de mentiras baratas e ignorancias costosas. ¿Quién nos dice que no somos la enfermedad, y gente como Trump el puro síntoma?
Este artículo fue publicado en Milenio el 12 de septiembre de 2020, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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