No es fácil aceptar que no sabe uno lo que teóricamente debería saber. Aprendemos temprano a disimularlo, ya sea por pudor o conveniencia, y al paso de los años hay quienes desarrollan grandes habilidades en el dudoso arte de hacerse pasar por gente docta, si bien su éxito suele ser limitado. No hay siquiera que ser un entendido para advertir, tras su palabrería rebuscada, la inconfundible sombra de la fantochería. Nada de cuanto dicen aspira a ser genuino, su función es apenas ornamental, como sería el caso de un foro de tv. Si el resto de la gente se tapa la ignorancia como puede, a ellos les bastará con maquillarla. ¿Y por qué no, si al cabo su autoestima es también un montaje?
Cierto es que los fantoches tienen su público, y que más de uno entre ellos los admira menos por su talento que por su puro arrojo. Más que muchos estudios o una gran experiencia, les impulsa una cierta ligereza de escrúpulos que pasa por aplomo entre los distraídos. Como los nuevos ricos, viven creyendo que su patetismo es fuente inagotable de envidias putrefactas, y que solo eso explica las risas que ocasionan sus desplantes menos afortunados. Y sin embargo es fácil entender sus motivos: no soportan la idea de verse por debajo de sus acomplejadas expectativas, y en esa fuga hacia la irrealidad encuentran recompensa en ostentar los méritos que saben que no tienen.
¿Pero quién se ha salvado de, al menos una vez, declararse conocedor de lo que ignora? ¿Y quién no padeció, así fuera en la infancia, el oprobio de ser exhibido como un mal farsante? Puede uno soportar el saberse o sentirse primitivo y palurdo, pero de ahí a que sea asunto público median algunas leguas de calvario que comprensiblemente nadie quisiera andar.
Una cosa, no obstante, es fingir la sapiencia, y otra muy diferente pretenderse su víctima y denunciarla como instrumento de opresión. “¡Muera la ortografía!”, vocifera el paleto y procede a ilustrar cómo se las arregla la gramática para tiranizar a los oprimidos.
El culto a la ignorancia es aún más chirriante que la jactancia fácil, por cuanto al menos ésta pretende ser muy lista, mientras aquél apunta al objetivo opuesto y las más de las veces da en el blanco. Entiendo que Mengano sea holgazán y no le dé le gana abrir un libro, si cada quien es libre de imponerse los límites que se le antojen, pero temo que el mundo va a acabarse siempre que escucho a algún gandul de lengua larga y seso escaso referirse a los libros y quienes los leemos como “elitistas”. Entender la ignorancia como una forma de progreso, o al menos concebir el progreso a su lado, es tanto como echarse a un precipicio con la esperanza de alcanzar el cielo.
No deja de ser lícito y común avergonzarse de lo que uno ignora. Decir que ya leyó tal o cual libro, y con ello arriesgarse a un tropezón la mar de bochornoso, es también un reflejo defensivo profundamente humano. Hacer creer, en cambio, que ignora uno lo que en realidad sabe, que no leyó los libros que leyó ni habla bien el idioma que en secreto domina, con tal de disfrutar los réditos sociales de sumarse al elogio de lo precario, es una vieja forma de hipocresía, más propia de un curita fariseo que de quien se pretende progresista y en teoría aborrece la miseria. ¿O es que existe en el mundo enemigo más grande del progreso que la ignorancia? ¿Dónde, que ésta pulule, cabría la justicia? ¿Y quién, que nos prefiera palurdos e ignorantes, podría merecer nuestra confianza?
“Mal de muchos”, le gustaba repetir a mi abuela, “consuelo de tontos”. Si tuviera que darle cuentas de estos tiempos, las pasaría negras para explicarle cómo y en qué momento lo que era consuelo se volvió recompensa, y aquellos que eran tontos, “progresistas”.
Este artículo fue publicado en Milenio el 05 de septiembre de 2020, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
Foto: