No sé si esto le pase a todo el mundo, pero entiendo que es cosa más o menos común. Sin jamás esperarlo, cuantimenos planearlo, le toca a uno a lo largo de los años toparse con la misma persona en lugares diversos e insospechados. Son a veces amigos o conocidos, aunque también ocurre con las celebridades: gente que no podrá poner un pie en la calle sin que decenas de ojos le sigan y registren, y que tampoco atinará a saber si acaso es la primera o la décima vez que te la topas. En mi experiencia, al menos, esa persona fue el Loco Valdés.
Tendría unos 11 años cuando lo vi venir, escoltado por dos flamingos espontáneos, y ocupar una mesa del jardín, a pocos metros de la de mi familia. Solo en Las Mañanitas de Cuernavaca la gente espera mesa por tres horas sin perder la sonrisa, y la suya no era menos amplia que la que yo había visto en la televisión (con gran asiduidad, vale decir). Me acerqué, con la vista en un tucán cercano y la oreja pelada en dirección al Loco celebérrimo, esperando si acaso pescar una pequeña muestra de su cháchara, cuando escuché su voz inconfundible. “¡No te vaya a morder!”, me alertó, con las cejas a toda asta, seguramente al tanto del efecto que su sola atención producía en escuincles caguengues como yo, que admirábamos tanto su trabajo como su pinta de tío melenudo y psicodélico, nada frecuente en esa generación. Me había hablado el Loco, ¿qué más podía pedir?
Volví a ver al intérprete de Maritza Mibanco a la entrada de la preparatoria. Supe entonces, por dos amigas de una de sus hijas —a la sazón, compañera de clase— que el show del Loco nunca se detenía. Camino del colegio, el hombre acostumbraba salir del coche a la menor provocación, para sorpresa y regocijo de decenas de automovilistas que lo esperaban todo menos tener de pronto al Loco Valdés trepado sobre el cofre o el toldo del coche de adelante. Si otros menos famosos hacen todo por evitar el ojo público, él parecía tomarse al mundo entero por escenario, y en tanto ello daba a los hijos de vecino trato de coestelares de ocasión.
Mi oportunidad vino varios años después, en un desplumadero de medio pelo donde había yo acudido con una fugaz novia a ver el espectáculo de un mago amigo nuestro. ¿Qué hacía el hermano menor de Tin Tan perdido entre las mesas del lugar y por qué decidió venir hasta la nuestra? Según dijo al llegar, le parecimos una pareja simpática. ¿De qué hablamos después? No lo recuerdo bien, o sería que la cháchara no fue muy diferente de la del anfitrión de sus programas. Empatizaba pronto, te hacía reír con o sin motivo, prodigaba ocurrencias en tropel y de un momento a otro se esfumaba, no sin antes dejarte con la impresión de haberlo conocido siempre. Aquel bendito tío que el ingrato destino te quedó a deber.
La última vez que me lo topé estaba nuevamente ante una mesa. Celebraba en familia la llegada de un Año Nuevo más, cuando de entre el gentío que abarrotaba ya aquel restaurante vi aparecer la calva entrañable del Loco. Muy lejos de esperar que recordara alguno de nuestros encuentros, lo vi pasar al lado de mi padre, darle una buena palmada en el hombro y proferir un cariñoso “¡quihúbole!”, de camino hacia el baño, que nos dejó a los dos patidifusos. La locura del Loco, supe al fin, consistía en vivir a toda hora dentro del personaje. Pues si todos sabíamos quién era y a nadie molestaban sus intromisiones —pues todo lo contrario, siempre las celebramos—, ¿qué falta le iba a hacer una segunda vida, seguramente plena de la sensatez que ninguno queríamos conocer?
Cautivo inexcusable de la cuarentena, resistí con tristeza el impulso espontáneo de asistir al velorio del insigne Manuel Loco Valdés. Ya sé, no éramos nada, pero él lo habría entendido perfectamente.
Este artículo fue publicado en Milenio el 29 de agosto de 2020, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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