Tiempo de fantasmas

Quienes vivimos el terremoto de 1985 recordamos no solo esa mañana, sino asimismo la desolación que le siguió. No una noche, ni 10, ni seis ni 12 meses: fue año tras año de ir y venir a diario entre la persistencia de las ruinas. Nada que uno pensara demasiado, con el paso del tiempo, y sin embargo había en el ambiente —luego entonces, muy dentro de cada quien— un raro sedimento de tristeza a la vista de tantos edificios derruidos que seguirían allí hasta entrada la década siguiente. Diría mi madre que “encogía el alma” pasar cerca de aquellos godzillas de cascajo, y frente a ellos pasábamos a diario.

La añoranza por el paisaje perdido arrastra un sentimiento de despojo. Mira uno los escombros de su ciudad igual que monumentos a lo que pudo ser y de un día para otro le fue arrebatado. Pasado el terremoto de Managua en 1972, la gente se habituó a ubicarse en el centro de la ciudad —cuyas calles, por cierto, hasta la fecha carecen de nombre— de acuerdo con referencias al pasado perdido. No se citan los managüenses “en la esquina de la panadería”, sino allí donde medio siglo atrás cuentan los viejos que hubo una panadería. O una tienda, una escuela, una parroquia de las que nada queda desde entonces, como no sean leyendas y fantasmas. Poderosos fantasmas, habría que decir.

Es con seguridad demasiado temprano para advertir el peso de las sombras que desde ahora caen sobre nuestras ciudades. Tiendas, peluquerías, teatros, fruterías, talleres, oficinas que hace varias semanas se volvieron espectros en ciudades que cada día van ganando el aspecto de pueblos fantasma. Suena catastrofista, no lo niego, y en alguna medida será exagerado, pero no manda uno sobre las desmesuras de su percepción. Pues si algunas docenas de edificios derrumbados encogían el alma, ¿qué no harán la apariencia de eterno día feriado, el desempleo boyante y el tufo a delincuencia sin control, entre tantos productos de la inmensa catástrofe que ahora mismo sucede? Y no será tal vez la dimensión total de la tragedia, sino la percepción que de ella quede, el obstáculo más difícil de saltar.

Una de las ventajas compensatorias de los peores desastres es que al fin te haces cargo de con quién y hasta dónde puedes contar. El amigo, la hermana, la patrona, el vecino, el Estado. Quién te apoyó de obra, quien solo de palabra, quién se hizo el distraído, quién no estuvo contigo ni con el pensamiento. Se contarán sin duda por millones los deudos, desempleados y arruinados por la gran pandemia, todos ellos hundidos y desconsolados pero también conscientes de las limitaciones de aquello que un día dieron por hecho, como la geografía cotidiana que fue a dar al desván de la memoria tras pudrirse semana tras semana a la intemperie, como reses al lado de la carretera.

Nunca tuve una tienda, un restaurante o cosa parecida, ni me creo facultado para administrarlos. Sé, no obstante, que intentar vivir de eso supone sacrificios infinitos, como el de esclavizarse 12 horas diarias a una rutina estricta donde cada día florecen y se ramifican incontables y engorrosos entuertos. “El que tenga tienda”, se dice, “que la atienda”. Admira uno a distancia a quien tuvo el tesón y la paciencia para hacer productivo un sacrificio así. Hoy que esas tiendas cierran para siempre, no hay cómo calcular las pérdidas de empleados y empleadores. Pues más allá de sueldo o capital, se habrán ido al demonio cuantos años invirtieron allí. Vuelve el dinero, a veces, pero jamás el tiempo.

Nada envejece tanto a las personas como la desaparición —súbita, para colmo— del mundo en que vivieron. Resistir esa carga, disminuirla, absorberla, supone regatearle crédito al fantasma y ser más fuertes que la propia amargura. No es la primera vez que se nos cae el mundo, ni tal vez sea la última que lo levantemos.

Este artículo fue publicado en Milenio el 15 de agosto de 2020, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

Foto:

https://www.eltiempo.com/mundo/latinoamerica/terremoto-en-mexico-fue-el-mismo-dia-de-la-tragedia-de-1985-132604

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