Los innombrables

51 mil 311. Como usted se da cuenta, no es un número fácil de asimilar, y menos todavía si se trata de muertos. Tampoco es una cifra muy confiable, pero sirve de punto de partida. ¿Recuerda usted, con vividez quizá, la impresión tenebrosa que le causó el primer cadáver de su vida? Luego vienen los otros y uno se va enseñando a soportarlo. Esto es, a no mirarse en ese espejo, aun sabiendo que un día, inexorablemente, así terminará. Hay quienes se persignan, o rezan, o apelan al destino, o fingen no enterarse, o sueltan cualquier chiste que les calme los nervios. Hasta que lo asimilan y siguen adelante. ¿Pero qué hacer si son decenas o cientos de miles? ¿Cómo dar cuerpo a esa clase de números?

Hagamos un esfuerzo. Supongamos que suena la medianoche de hoy, sábado 8 de agosto, y usted oye en la radio a un par de locutores que se turnan para pasar lista, con nombres y apellidos, al total de los mexicanos muertos que la estadística oficial consigna. Solamente ese esfuerzo —equivalente a leer de corrido 154 páginas de un viejo directorio telefónico— tomaría hasta las 10 de la mañana del lunes. Ahora bien, ya quedamos que este es el punto de partida. ¿Y no querría usted llegar más lejos si por casualidad hubiese conocido y querido a alguien que ha muerto por coronavirus y cuyo nombre no figura en la lista?

Parecería una rareza, ¿cierto? Y no obstante de acuerdo a los números extraoficiales —tomados mayormente del Registro Civil— es más raro morirse y entrar en la lista de marras que acabar en el limbo de ese eufemismo tétrico: el subregistro. Atendiendo a los números expuestos aquí mismo, a finales de julio, por Héctor Aguilar Camín, la cuenta de los muertos tendría que multiplicarse cuando menos por 2.7 para empezar a hacerse verosímil. Hablaríamos entonces de 138 mil 539 fallecimientos, cuyas identidades —415 páginas del directorio— tardarían 92 horas en acreditarse.

No quisiera abusar de su paciencia, pero he aquí que estos números son todavía optimistas, como lo será quien multiplique las cifras oficiales por 3.1, mismas que arrojarían al día de hoy 159 mil 64 difuntos, cuyos nombres podrían ser leídos a lo largo de cuatro días y 10 horas. En tales circunstancias, dos de cada tres muertos habrían quedado fuera de la cuenta real.

Mas lo anterior es todavía poco si se aplica el factor 3.7, que apunta hacia 189 mil 850 fallecimientos en México por covid-19 (una marca mundial, a reserva de consignar los subregistros en otros países). Es decir que si usted o cualquiera pudiera y quisiera mencionar a todo ese gentío —561 páginas del directorio telefónico— le tomaría un total de 126 horas. Y si yo dedicara esta columna a publicar nada más que sus nombres y apellidos, tendría que ocuparla sábado tras sábado a lo largo de casi 15 años. Más los que se sumaran, de aquí al final de la tragedia en curso.

Recuerde ahora el silencio de hielo que siguió a la visión de aquel primer cadáver. Las elucubraciones que le acompañaron en los días posteriores al suceso, varias de ellas a partir de pequeños detalles, como sería el rictus, o la ropa, o la postura final del difunto. El pesar de los deudos, ya fuera que estuvieran ahí presentes o se encargara usted de imaginarlos. ¿Pero verdad que no imagina el desamparo que generan 50, 100, 200 mil muertos, a los que sin embargo nunca nadie verá porque se fueron solos y empaquetados? Demos cuerpo un momento al silencio estruendoso generado por todo ese dolor, más todo el que vendrá, inexorablemente. No podemos nombrarlos, pero tampoco basta con numerarlos; aun si a veces las cifras cobran vida y nos permiten atisbar fugazmente el moridero donde estamos viviendo. ¿No cree que es mucha suerte, la de usted y la mía, conjugar todavía este verbo tan lindo? 

Este artículo fue publicado en Milenio el 08 de agosto de 2020, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.

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Aguascalientes roza los mil contagios y suma 35 muertos por COVID-19

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