Te tengo dos noticias”, se dice en estos casos. La mala es que Fulano es un conservador. La buena es que es mi médico personal. Porque en temas como el de la salud quiere uno cualquier cosa menos significarse por atrevido, de ahí que solo pueda estar dispuesto a someterse a alguna cirugía si hay posibilidades significativas de que la operación resulte un éxito. De otra manera, mal haría en jugarse la vida a los dados. Tocaría, en vez de eso, buscar alguna solución conservadora, basada en datos duros y experiencia bastante para correr no más que un riesgo razonable. Si el tema, por ejemplo, tiene que ver con la importancia de salvar muchas vidas, o siquiera una sola, yo elegiría estar con los conservadores.
Decimos que una cifra es conservadora cuando fue calculada con un margen de error lo bastante sesudo para hacerla confiable. De otro modo hablaríamos de “números alegres”, que usualmente son obra de una cierta aritmética acomodaticia donde el cálculo se hace a partir del antojo y es invariablemente halagador, aunque también fatalmente embustero. ¿Quién, que no sea un vivales o un papanatas querrá hacer un negocio con quien maneja números alegres? La gente es liberal con el dinero ajeno y muy escrupulosa con el propio, especialmente si ha trabajado duro para contar con él. ¿Y no son los escrúpulos, por cierto, recelos de por sí conservadores? ¿Quién que carezca de ellos es digno de confianza?
Solamente los puros y sus primos, los fanáticos, podrían aspirar a ser ciento por ciento liberales o conservadores, pero seguramente ni así se librarían del peligro de resultar lo opuesto de cuanto quisieron ser. Un marxista ortodoxo, por ejemplo, es conservador desde la etiqueta, y más aún lo será si ve en juego su infalibilidad. Pero si hasta los liberales más recalcitrantes son en tantos aspectos conservadores, básicamente en aras de la conservación de la especie, mal puede uno aplicar uno u otro adjetivo sin mejor intención que el mero insulto. Y los insultos nunca son diagnósticos.
Si le he gritado “imbécil” a Mengano es porque espero que no lo sea tanto para no comprender lo que le digo. No es, pues, que yo no pueda ser imbécil, sino que fui el primero en aventar la piedra. Lo hacíamos de niños, cuando la fuerza estaba con el más gritón y la fama de bruto le caía al más tímido. En tiempos de mi abuela, si alguien quería hablar mal de una mujer no tenía más que etiquetarla como “liberal”, a sabiendas de que la pura palabreja llevaba ya una carga de sarcasmo de la que medio mundo acusaba recibo.
Valdría llamar “conservadurismo” al prurito social por la preservación de los prejuicios. Nada tiene que ver esta actitud con derecha o izquierda, puesto que la encontramos en uno y otro extremo, bajo la forma de la intolerancia y el adoctrinamiento. ¿No es propia del peor conservadurismo la tendencia a blindar el pensamiento contra cualquier forma de escepticismo?
Se es un conservador a ultranza por la misma razón que se exige obediencia a punta de pistola. Es decir, porque faltan las razones. Tiene uno que lanzar amenazas, sarcasmos, insultos o balazos por defender sus zonas indefendibles.
Hay, entre quienes se jactan de liberales, la tendencia obsequiosa a torcer el lenguaje de acuerdo a conveniencias fariseas. Gente que emplea términos como “miembra” o “colego” por darse un torpe lustre progresista que en lo personal me habla de su falta de escrúpulos, o si así se prefiere de su liberalismo desbocado al extremo de la barbarie. Y si esas libertades se las toman de paso con los números, de modo que estos lucen abismalmente más alegres que conservadores, no quiero imaginar las que se tomarán en temas tan candentes como la medicina.
Con más de 42 mil muertos en la cuenta y casi 400 mil infectados, no ser conservadores parece mucho más que una temeridad.
Este artículo fue publicado en Milenio el 25 de julio de 2020, agradecemos a Xavier Velasco su autorización para publicarlo en MEX APPEAL.
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